CRÍTICA. Nadie alzaba voz. Por Elsa Drucaroff.

Crítica al libro Nadie alzaba voz

Publicado en el libro “Los prisioneros de la torre” (Emecé, 2011) de la novelista y docente de la Universidad de Buenos Aires, Elsa Drucaroff.
En la novela autobiográfica de Paula Varsavsky Nadie alzaba voz leemos una propuesta sin desmesura, reposada, donde sin embargo late in nuce lo que será la civilbarbarie, que en la época histórica anterior que acá se relata no es todavía evidente. La narradora cuenta su crecimiento en una familia judía rica. Escrita en primera persona, con lenguaje rápido, directo y sintético la escritura esconde con notable astucia, en su aparente sencillez, cuidadoso y muy sutiles opiniones, interpretaciones. La delicadeza de su trabajo literario es invisible para una mirada tosca, y así Sarlo, en el artículo que discutí, pone este libro como ejemplo de una literatura que no es tal, censurando su «registro plano», su «efecto grabador». Vale la pena descubrir qué poco plano es el registro de Varsavsky. Hablando de su padre, un prestigioso científico y profesor universitario de los años 60 y 70, ella escribe: «papá era considerado un hombre de izquierda».
La frasea breve, nada «literaria», carece de cualquier encanto retórico y aparece entre tantas otras igualmente directas que describen ese hogar. Pero aunque las ideas del padre tienen efectos concretos en su vida y la de su familia (más tarde se relatará que el parte a los Estados Unidos porque la «Alianza Anticomunista Argentina» lo amenazó de muerte), la novela no dice «papi era un hombre de izquierda» sino «era considerado… »
En la sutilísima diferencia entre «ser de izquierda» y «ser considerado como tal» la escritura deja planteada una pregunta no explícita pero legible en toda la novela: allí donde La hija cuenta su crecimiento dificultoso en un contexto duro, pese a pertenecer a una clase social elevada. Es una muchacha dañada de modos diferentes por su padre y por su madre, creció sin contención aprendiendo la hipocresía y sufriendo el desinterés. El desencontrado amor por ese padre y el trauma por su muerte son ejes del libro. Entonces, cuando ella se limita a dejar librada la caracterización ideológica de este hombre a la voz impersonal de los demás abre connotativamente una pregunta poderosa y vigente a la que ya aludí, la gran pregunta que resuena en muchas obras de la NNA: un varón que se porta como ella contará después que su padre se portó con su familia ¿a realmente «de izquierda»? ¿Es en serio sensible a los intereses de los débiles y oprimidos? «Era considerado» se enfrena por omisión con «era» e inicia el cuestionamiento. Este tipo de trabajo connotativo lo hace Varsavsky a menudo, -sin alzar la voz-. El título de su novela es una clave.
Otro ejemplo (entre muchos): Mara es una amiga de adolescencia de la misma clase social. Paula y Mara gozan de inmensa libertad en sus hogares, nadie las controla. Pero cuando los papás de Mara se enteran de que un tal Raúl (un amigo drogadicto que se inyecta) y su hija compraron juntos marihuana ponen el grito en el cielo y por primera vez la castigan con severidad. Además, secuestran la marihuana y dicen que la tiraron por el inodoro (más tarde Mara contará a la narradora que la descubrió en el placard de sus padres y que apenas quedaba la mitad). La furia lleva al papá de Mara a hablar con el papá de Raúl, que no parece preocuparse mucho. Y entonces leemos: «El padre de Mara le dijo a Pablo que si llegaba a ver a Raúl caminando por la calle no dudaría en atropellarlo con el auto».
La oración es rápida, fea, tiene una molesta acumulación de nombres propios, se dice y se pasa a narrar otra cosa. Y sin embargo produce frío. ¿Por qué? Se cita el discurso del padre de Mara introducido por el verbo «decir» un verbo neutro respecto de eso que se cita: el padre de Mara no «amenzó» ni «advirtió» «gritó» sólo dijo «si llego a ver a Raúl caminando por la calle, no voy a dudar en atropellado con el auto».
Ahí se queda el lector a solas masticando Las formas civilibárbaras en la preocupación de este padre, la narradora nos ha soltado cualquier mano que suavice o nos ayude a digerir su violencia infinita. El adulto que quiere proteger a su hija adolescente de los estragos de las drogas explica al padre de un joven gravemente enfermo de adicción que lo va a asesinar «sin dudar». Habla un burgués que posee un auto y se plantea seriamente usarlo para matar y lo hace mientras su país está gobernado por una dictadura militar que masacra jóvenes estigmatizados, no por la adicción pero sí por la subversión. En ese contexto histórico, estas palabras se pronunciara con naturalidad, sin alzar la voz, y así las escribe la novela, lo hace y el relato sigue, vertiginoso, hacia otro tema.
Estamos ante el «registro plano», transcripción de voz: esto es lo que dijo el padre de Mara y la literatura actúa corno una simple informante. ¿Pero acaso es inocente lo que se ha escrito y cómo se ha escrito? ¿Acaso no se lo deja ahí, vibrando, para que entendamos en su desnudez y simplicidad hasta dónde la lógica del exterminio estaba admitida y consensuada en la sociedad de dictadura, hasta dónde se asumía que al mal, a lo que enferma, se lo extirpaba de raíz, como los militares hacían con los «subversivos»? ¿Hasta dónde en definitiva, la masacre que transcurría (en campos de concentración ocultos y separados de la vida cotidiana) en ese mismo momento en que los padres conversaban contaminaba las relaciones más privadas? Y también podemos pensar en la generación a la que pertenece el padre de Mara, una generación que fue joven en los años ’60 y ’70, hablaban de «enviar al paredón» a cualquiera.