Una sola vez

Una sola vez


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ecién había dejado de salir con un chico que no me gustaba. Ariel me propuso que conociera a Paco. “Es cheto, parecido a vos, se van a llevar bien”. Lo llamó por teléfono. Me incomodó que Ariel combinara la cita. Sin embargo seguí adelante, sin detenerme a pensar. Después de uno venía el próximo. Como si estuviera obligada a engancharme con alguien: quien me propusiera Ariel, o cualquier otro.

“No vayas con esas botas de lluvia, cambiate los zapatos”, dijo Ariel y señaló mis botas de goma azules con una raya blanca. Las llevaba puestas debajo de un pantalón de corderoy color mostaza. Era mi pantalón de prueba para saber si estaba gorda, flaca o intermedia: estaba flaca, era el fin del verano y había adelgazado. Eso me complacía, me veía linda. Me había comprado un pantalón de pana celeste muy ajustado. Lo usaba seguido, orgullosa de que ese fuera mi tamaño.

Salí con Paco a tomar algo. Sugerí el mismo sitio adonde había ido con el chico anterior. Total, ya lo conocía. Digo al lugar, los chicos no importaban, daban lo mismo. El bar era una casa antigua refaccionada, una de las pocas que habían permanecido intactas en la zona de la Recoleta. Desbordaba de plantas adentro y afuera. No me interesaba, todo era un trámite: había que coger rápido.

La personalidad de Paco me concernía poco. Simulaba que era un gran tema. Trataba de encontrar diferencias entre un chico y otro. Me preguntaba por qué me metía con los tipos que no me resultaban atractivos. Esa duda no hacía más que angustiarme. Las situaciones de amor que imaginaba no tenían nada que ver con lo que sucedía en la realidad. Siempre me sentía en falta.

Pedí un trago con Tía María, coñac de cacao y crema. Paco se rió. Dijo que me daría dolor de hígado. Me sentí humillada. No se lo pude decir: tampoco estaba convencida de que esa bebida realmente me agradara. Lo había elegido porque era lo último que había tomado con el chico anterior, que ya no tenía nombre. Era un error más del que debía desprenderme con rapidez, taparlo con otro. El siguiente iba a ser mejor.

Paco quiso un té. Yo también empezaría a tomar té. Me acostumbraría rápido por más que el sabor no me entusiasmara. Cambiar un hábito por otro. Y que durara lo más posible, con tal de no frenar y pensar. Era una maquinaria en funcionamiento a la que nadie iba a parar, como una trituradora, nada quedaría en pie. Arrasar, arrasar con todo.

Tenía veintiún años, Paco veintidós. Yo estudiaba biología pero no me atraía, claro, era una cosa más que no me gustaba. Quería entrar a la Escuela de Arte Dramático. En realidad, deseaba actuar. Estudiar una carrera era algo ajeno a mi verdadero interés y una tortura más.

La madre de Paco era francesa, había emigrado al Uruguay de chica. Se había casado con el padre de Paco, un hombre divorciado treinta años mayor que ella. A Paco le importaba la guita, a mí también y a su padre también. Paco criticaba al padre, decía que había hecho negocios sucios durante el Proceso. Paco le había pedido de regalo para su cumpleaños el libro Nunca más. “El de la Conadep”, me dijo con una sonrisa triunfante. Además de estudiar economía en la Universidad del Salvador, Paco cursaba algunas materias de Filosofía en la del estado. Tuve la sensación de que a él también le daba lo mismo cualquier chica. Supe que no debía hablarle por teléfono. Estaba mal, transgredía las leyes. Así me iría pésimamente. A pesar de todo, un sábado al mediodía lo llamé. Antes de que él lo hiciera o, quizá, nunca me iba a llamar y me hubiese salvado. Pero no pude, tuve el impulso de concretar la cita.

Tal vez era buen mozo, físicamente no estaba mal. Era más o menos alto, había sido rubio de chico, entonces era castaño y algo pelado. “Se me empezó a caer el pelo a los veinte años, por problemas nerviosos, por eso fui a una terapia”. Tenía los ojos marrón claro. El cuerpo atlético, ni gordo ni flaco. En esos detalles no me detenía.

Fui a su casa caminando. Seis cuadras barranca abajo desde Las Heras hasta Libertador por Rodríguez Peña. Había llegado sin saber por qué. Ya estaba todo perdido. Había caído en lo irremediable: íbamos a coger y yo me iba a sentir despreciada. Teníamos que hacerlo rápido.

Paco vivía en un departamento lujoso con sus padres y sus dos hermanas, una mayor y una menor. A la más grande la odiaba, a la más chica la amaba. La más chica estaba de viaje en Israel por un año. Inés, la más grande, apareció en la cocina, nos quedamos los tres conversando. Tenía dos hermanas más del primer matrimonio del padre. Rondaban la edad de su madre. “Mi papá se casó con su hija”, me explicó Paco. Yo oía todo desde la lontananza, no podía ni tomar contacto ni alejarme por completo. Hacer algo más prudente, o esperar y ver, eran imposibles para mí. El destino estaba trazado y lo debía cumplir.

Paco trajo el diario. Me preguntó qué película quería ver. Pensé que íbamos a coger directamente sin siquiera ir al cine. Lo de la película me molestó. Sin embargo, acepté. Recordé que Ariel me había dicho que saliera con Paco, ahí estaba yo, acatando.

Paco dominaba muy bien el francés, al terminar la licenciatura en economía, me dijo, iría a cursar un postgrado en Francia. Me daba envidia que hablara francés tan fluido, me sentía disminuida. Trataba de reparar mi estima pensando que yo manejaba muy bien el inglés. No podía. Estaba dañada desde el inicio, desde que lo había llamado por teléfono cuando no tenía que haberlo hecho. A partir de ahí había comenzado la caída. Ya nada me detendría.

El piso era inmenso, sí, pero bastante lúgubre. Paco me contó que los padres pasaban todos los veranos en Pinamar. Mientras tanto, cerraban el departamento y no dejaban entrar a nadie. Paco había pensado en cambiar su estilo de vida: residir en la casa que tenían sus padres en el country El indio y pasar los fines de semana en Buenos Aires mientras los padres estaban en el country. También me contó que el padre miraba películas pornográficas. Alquilaba unas cuantas durante los fines de semana.

Después del cine fuimos a su casa. Eso era lo que había que hacer. Ya no pensaba en nada. Sin embargo, en algún rincón de mi conciencia, rondaba la idea de que las cosas no iban a funcionar.

Cogimos. No me daba cuenta de cómo la pasaba. Me sentía desprotegida, expuesta, avergonzada... Conmigo y con él. Había pasado algo que yo hubiera preferido que no sucediera pero que tampoco habría podido evitar. Me sentí inferior, sucia, no sabía qué hacer. Y estaba tan lejos del amor. Paco llevó un colchón a su cuarto, me dejó dormir en su cama. Era todo antinatural.

A la mañana siguiente me miró en forma esquiva, percibí que no quería que estuviera allí. Me dijo que iría a almorzar a la casa de una mujer que lo había ayudado u hospedado en un viaje a Estados Unidos. Le llevaría un regalo. Ya no me importaba qué decía. El asunto estaba mal.

“Vamos, te alcanzo hasta tu casa”. Recorrí con la mirada el living comedor de su casa. Estaba decorado con muebles estilo inglés de caoba. Vi de reojo dos sofás tapizados con flores azules y celestes. Nada me gustó. Había una cruz en la pared. Paco me dijo que no eran católicos. Siendo judía, estaba acostumbrada a salir con católicos. Lo prefería. Nunca me había sentido judía. Todo lo que se pareciera a mí me repugnaba.

Paco señaló un Mercedes Benz rural blanco. “Es ese”, dijo. No me sorprendió, todo podía ser. Me dolía que me dejara en casa. No entendía por qué. Resultó que lo del auto había sido un chiste. Fuimos en un Renault. Para mí, no había diferencia. Me bajé en casa con una sensación extraña, tuve la certeza de que no me quería.

A los tres días le hablé por teléfono. Supe, otra vez, que eso no estaba bien. Pero no podía evitarlo. Me parecía que si no lo llamaba no lo vería más, creía que encontrarnos era una obligación. Después de llamarlo me arrepentí.

Paco vino a casa, yo aún vivía con mis padres, pero ellos habían comprado un departamento a donde estaba a punto de mudarme. Sonó el portero eléctrico. Paco preguntó “¿Está...eh... mm...?” Creo que después dijo Leila, mi nombre. Tuve una sensación espantosa.

Terminamos paseando por la plaza que bordea el cementerio de la Recoleta. Nos sentamos en unas hamacas. Era una agradable noche del mes de abril. No hacía frío. Paco me confesó que, en realidad, no había querido acostarse conmigo. Se había hecho cargo del deseo de Ariel. Eso le había pasado muchas veces en su vida, en especial respecto a su padre. No supe qué contestarle. La angustia me sobrepasó. Me pareció el fin del mundo, quería que Paco me siguiera viendo. No podía tolerar que me dijera que no, ni siquiera soportaba escucharlo. Advertí que permanecer ahí era una idiotez. Todas esas pavadas que se asemejaban a interpretaciones psicoanalíticas eran su problema. Yo no tenía nada que ver. Debía mandarlo a la mierda e irme. En cambio, me quedé.

Lo peor de todo fue que nos seguimos viendo. No teníamos relaciones sexuales, salíamos a veces al cine. Un día me contó que tenía una infección en el pito, se transmitía a través de la materia fecal que se depositaba en la vagina. Lo había contagiado una chica a quien veía a veces. Además, ella era amante de Silvio Rodríguez. “Te aviso porque como una vez...”, me dijo, orgulloso de compartir la chica con el compositor cubano. Permanecí en silencio.

Un sábado desde la quinta de una amiga lo llamé por teléfono. Me preguntó si tenía ganas de ir con él esa noche a visitar a una pareja de amigos. Miraríamos todos juntos una película en video. Acepté. Nada tenía sentido, ellos eran una pareja y nosotros no. Envidié a sus amigos. Parecía que Paco y yo estábamos saliendo. En realidad, no era así. Y me aferraba a esa relación creyendo que alguna vez volveríamos a hacer el amor.

Después vino a mi casa, yo me había ido a vivir sola. Supuse que íbamos a coger. Resultó que no. Le pregunté para qué carajo había venido. Le grité, le grité muchísimo. No daba más, me tenía podrida. Se fue. Bajó por el ascensor. No podía abrir la puerta de calle: estaba cerrada con llave. Volvió a subir, bajé con él para abrirle.

A los pocos días me arrepentí de haberlo insultado de esa forma. Lo llamé para pedirle disculpas. Fui a su casa. Para ir a verlo me había comprado un suéter azul con un escote y hombreras. Pensé que me quedaba hermoso. Supuse que le gustaría. Me dijo que parecía un jugador de fútbol americano con esas hombreras. Iba de mal en peor: lo que anhelaba arreglar lo complicaba. Advertí que no debía haberlo llamado para pedirle disculpas. ¿Disculpas de qué? Si él me había ofendido.

No supe bien por qué, pero nos dejamos de ver.

En diciembre, me llamó por teléfono para invitarme a su cumpleaños. Le aseguré que iría. Sin embargo, cuando llegó el momento, me quedé en la cama y no pude levantarme. Miraba el reloj. Me persuadía de que saldría un poco más tarde, hasta que advertí que la fiesta había pasado. Fue un alivio.

Un mes después volví a verlo en Pinamar, vaya a saber por qué. Probablemente me sentía obligada a mostrarle a mi hermana que salía con alguien. Ella estaba casada y yo no podía quedar como una idiota. Una chica sola no era nada, era algo mucho peor.

Paco me venía a buscar en moto, todos creían que salíamos. La verdad era que Paco nunca más había querido tener relaciones sexuales conmigo. Yo ni le preguntaba ni me animaba a dejar de verlo. Una vez fuimos a una playa alejada del centro. Había unas sombrillas de paja y un parador construido en madera con el piso de arena y el techo también de paja. Corría una brisa que me recordaba momentos agradables en la playa durante mi infancia. Paco y yo fuimos caminando por el borde del mar hasta que llegamos a un sitio desde donde el parador apenas se divisaba. Nos sentamos en la arena cerca de un médano, me saqué el corpiño de la malla. Le dije que tomaría sol así, para broncearme las tetas. Apenas me miró, contestó que sus hermanas también tomaban sol sin la parte de arriba de la bikini.

Al poco tiempo, o quizá fue un año, Ariel me contó que Paco se iría a hacer un Masters, a una universidad en Washington D.C., en Estados Unidos. Agregó que Paco estaba de novio con una chica que residía en Longchamps, un barrio cercano a Ezeiza o camino a Ezeiza. Se veían solamente los fines de semana por una cuestión de distancia geográfica.

Fui a despedirme de Paco. Estaba con su novia, una chica baja con el pelo largo color castaño, flaca, mersa y con aspiraciones a sexy. Me sorprendió que ese fuera el gran amor de Paco. La abrazaba, me dolió, me sentí incómoda. De todas formas, intenté ser simpática con los dos.

Años más tarde supe que Paco, luego de graduarse de su maestría en economía, estaba residiendo en París. Allí también estudiaba.

Paco y yo concertamos una cita en el Barrio Latino. El café se llamaba Les oiseaux. Me daba culpa encontrarme con él: había viajado a París con mi novio y sabía que el encuentro con Paco le daba celos.

Llegué a la cita con atraso. Paco miró el reloj. Dijo que había estado a punto de irse. Me sentí mal, la demora no había sido adrede: había tomado el subte en el sentido opuesto. Paco me invitó a cenar a su casa, cocinó fideos con salsa y una ensalada. Sirvió helado de postre. Me contó sobre sus estudios de economía, y yo, sobre la obra en la que había actuado. Una de sus hermanas le había mandado una crítica excelente sobre mi papel en Un tranvía llamado deseo del diario Clarín.

Recordamos la época en que habíamos salido. Habíamos cogido una sola vez. Seis años más tarde cenábamos en su departamento en París. Paco estaba en pareja con una chica argentina. Su hermana menor (la que él adoraba) también residía en París y estudiaba filosofía. Quizá era la novia quien estudiaba filosofía, no me quedó claro.

Volví corriendo, como si pasara algo grave. Encontré a mi novio desesperado, me había querido ir a buscar a lo de Paco pero no sabía la dirección. Me preguntó quién era Paco, si había sido mi novio.

Cada tanto Paco aparecía en mi memoria. Supuse que seguiría en París. Lo imaginé convertido en investigador. Tal como él anhelaba. Sería un intelectual respetado en economía. Creí que jamás volvería a vivir a la Argentina: tenía nacionalidad francesa. Además, sus padres, buscando mejorar el nivel de vida habían mudado su residencia a Montevideo donde, supuestamente, sus dólares valían más.

Siete años más tarde de aquel encuentro en París, me lo crucé en el hall de un teatro en Buenos Aires. Lo acompañaba una chica. A mí, una amiga. Me saludó. Estaba igual que siempre: con una histeria desbordante que pretendía llamarse simpatía. Quiso saber en qué andaba, le conté que me había casado y tenía una hija. Él también.

“¿Y a qué te dedicás, seguís actuando?”, preguntó Paco mientras su esposa me ofrecía una pastilla de menta.

“No, gracias..., sí, claro, estoy ensayando Trescientos millones de Roberto Arlt. Estrenamos el mes que viene, ¿y vos?”

“Vendo autos”, contestó sonriente, “vendo autos”. Y sacó de su bolsillo una tarjeta que decía Car One, donde me anotó los números de teléfono de su casa y de su celular.