“I've read the stories The Golden Dome, My Mother´s Portrait and Waiting with pleasure. I would say they translate well - would you agree? -- because they are deceptively simple in style. They read like true stories, anecdotes told without rhetorical ostentation or any apparent wish to impress, so they seem authentic. They are "iceberg" stories - most of the meaning is below the surface, out of sight.”
David Lodge
a galería de arte donde voy a exponer mis acuarelas queda a la vuelta del edificio donde pasé los primeros veinte años de mi vida. Cada vez que camino frente a la entrada giro involuntariamente la cabeza para mirarla. Las dos grandes puertas de madera marrón claro, a veces están abiertas y otras cerradas, depende del horario. A pesar de todo, sé que en mi infancia, allí tuve algunos momentos de felicidad. A veces, mamá parecía animada. A veces su pelo rubio, lacio y largo relucía. Otras veces nos reíamos los cuatro sentados a la mesa. Papá ya no estaba.
Mamá vivió en el departamento de Santa Fe y Talcahuano durante cuarenta años. Nos echó a todos. Primero a papá, después a Joaquín y a Lucio, mis dos hermanos mayores, por último a mí.
Debo admitir que hay una persona que permaneció todos aquellos años a su lado, se llamaba Felipa. Era baja. Se movía con agilidad. Dormía en un estrecho corredor lindante con la cocina donde apenas entraba una cama. Cuando mamá se acordaba de pagarle, cobraba su sueldo de sirvienta. Sin embargo, hacía de madre de todos, abuela, secretaria, chef, confesora y asesora espiritual.
De acuerdo con mamá el departamento donde vivíamos era chico, antiguo y oscuro. Se encontraba decaído por la falta del mantenimiento necesario. Había que volver a decorarlo. Algo de eso era cierto. Pero lo que era particularmente pequeño era el corazón de mi madre. Ahí no cabía nada ni nadie.
Mamá no hacía más que recordarme que ella había crecido en San Isidro. Y que no había asistido a una escuela estatal como la mía sino a un colegio privado bilingüe. Nosotros íbamos a la escuela con un delantal blanco encima de la ropa de calle. A mamá le daba rechazo el guardapolvo. A los colegios ingleses se llevaba puesto un uniforme con corbata. A pesar de que a mamá una maestra le tiraba tizas cuando se portaba mal y de que había aprendido nada más que inglés, su opinión se mantenía inamovible. “Yo fui a escuelas mucho mejores que vos”, afirmó. Me lo dijo en inglés. Idioma que, en general, mezclaba con un aporreado castellano.
Cuando viajábamos en taxi, mamá solía criticar la forma en que manejaba el taxista. Decía, por ejemplo: “This guy is nuts”. Seguía criticándolo desaforadamente hasta que el abatido chofer se daba vuelta y le respondía: “Señora, yo también hablo inglés”.
Según mamá, papá la había dejado. Se había marchado con una profesora de filosofía, igual que él. La palabra filosofía sonaba ajena en boca de mamá. La palabra poesía, también. Papá se dedicaba a escribir en sus ratos libres. “Tres hijos pero él escribía poesía, en vez de ganar más dinero. Un intelectual, un izquierdista de salón”. En cambio mamá vivía en lo que ella denominaba la realidad: su trabajo de secretaria bilingüe, o de intérprete. Hasta que terminaba irremediablemente peleada con quien la contratara.
Los sábados por la mañana mamá me llevaba de paseo. Primero debía acompañarla a la peluquería. Luego me arrastraba por la avenida Alvear o la calle Arroyo. Entrábamos a exclusivas boutiques de haute couture con nombres como L´Interdit o La Clocharde. Ninguna de las clientas comprendía esas palabras ni las sabía pronunciar. En Buenos Aires, en la década del setenta, el francés había dejado de ser el idioma culto. Las vendedoras, mientras mantenían largas conversaciones telefónicas, miraban de arriba abajo a cada persona que osaba cruzar el umbral de la puerta. Ponían la mano sobre el auricular con el único propósito de balbucear algún precio inverosímil. Mamá se probaba casi todo lo que había en el negocio. Solía dejar alguna prenda señada que luego retiraría, el día que lograra juntar el dinero.
Joaquín le propuso que se comprara la ropa en negocios con precios más económicos, sobre la avenida Santa Fe. Mamá lo miró desafiante, ofendida. Lanzó una carcajada irónica. Tales sitios no eran para ella. Quizá ese era uno de los grandes problemas de mi madre: había nacido ofendida. Cualquier comentario que le hacíamos la devolvía a la humillación inicial.
Mis hermanos se fueron juntos. Dieciséis años uno, diecisiete el otro. Yo tenía trece. Mamá no los aguantaba más. No le hacían caso. Uno se excedía en el estudio, el otro se levantaba demasiado tarde. De un día para el otro, no hubo más hombres en casa. La primera noche que cenamos solas Felipa me puso el individual frente al de mamá. Hasta entonces siempre me había sentado a su lado. Quizá fue la primera vez que mamá y yo nos miramos. Me generó cierta expectativa.
“No sabés lo que eras durante la adolescencia. Insoportable. ¡Las cosas que hacías! ¡Había que aguantarte!”, repetía mamá años más tarde. Las madres de mis amigas o de los chicos con los que salía opinaban lo contrario. Sin embargo, mamá estaba totalmente convencida de sus apreciaciones.
Los hombres que habían conformado mi familia emigraban cada vez más lejos. Papá residía en Bariloche. Mis hermanos se habían ido al Hemisferio norte, uno a California, el otro a París. Según mamá, era culpa de papá. El los había incentivado. Les había metido en la cabeza la idea de que se fueran del país. El intempestivo nacionalismo de mamá me resultó inexplicable.
Mamá tenía algún que otro novio ocasional, yo había dejado de aprender los nombres: no valía la pena. Felipa les cocinaba platos exquisitos como calamares rellenos o soufflé de verduras. Panqueques de naranja o isla flotante de postre. Estos señores deglutían. Luego se iban. Yo comía en silencio, sentada otra vez, al lado de mamá.
Al terminar el secundario comencé a cursar Bellas Artes. En particular, me interesaban el dibujo a lápiz y las acuarelas. También asistía a clases de expresión corporal. Mamá me sometía a largos interrogatorios acerca de qué era eso. En qué se basaba. De qué vivía la gente que se dedicaba a semejantes actividades. Yo hacía malabarismos lingüísticos para darle respuestas coherentes. Deseaba tranquilizarla. Mientras advertía que, hablando del cuerpo, mamá nunca me había abrazado.
Cuando tenía veinte años, desde el otro lado de la mesa de madera con bordes en madera más clara, mamá me instó a que aportara dinero para mis gastos en casa. Meses antes me había asegurado que podía permanecer en casa hasta que terminara de estudiar. No alcancé a contestarle. Trajo una lista que incluía la mitad de todo, hasta del sueldo de Felipa. Papá todavía le pasaba a mamá dinero para mis gastos. Mis hermanos le mandaban dinero de afuera en sendas monedas extranjeras. Sin embargo, el dólar uno a uno le había hecho perder la diferencia en el cambio. Según mamá, las monedas extranjeras ya no servían. Había que ganar en pesos.
Me fui de esa vivienda que escasas veces había sentido como un hogar.
Los dibujos me salían cada vez mejor. La profesora me estimulaba. Me dedicaba con pasión a los retratos. A veces iba a almorzar a lo de mamá. Ella se la pasaba hablando por teléfono. Yo comía sola en el living comedor. Conversaba con Felipa que se quedaba de pie a mi lado, luego de traerme orgullosa cada uno de los platos: la entrada, el plato principal y el postre. Al final me ofrecía un café. Mamá seguía en el teléfono pero ya iba a colgar, me aseguraba.
Jorge, un legendario pretendiente de mamá, empezó a ir a cenar con ella asiduamente. Me sorprendió. Mamá solía hacerse negar a sus incansables llamados telefónicos. Algunas veces había logrado venir de visita. Hundido en los almohadones de plumas del sofá con tapizado búlgaro asomaban su prominente panza redonda, su papada sostenida por el cuello de una camisa abrochada hasta el último botón y la nariz aguileña. Mamá escuchaba con impaciencia los interminables e inconexos relatos de Jorge. “Es un snob, siempre el mismo exagerado”, comentaba cuando se iba. Había salido con mamá durante la adolescencia. El amor de Jorge por mamá seguía indemne tres décadas más tarde. Terminó viviendo con mamá en el departamento de la avenida Santa Fe.
Al poco tiempo me casé, tuve dos hijas y me separé. Mi marido se fue cuando nuestra hija menor daba sus primeros pasos. Me quedé viviendo con las chicas en el departamento de San Telmo. Fue un alivio, volví a dibujar con mayor ímpetu. Desde que cambié el primer pañal, hasta que inscribí a mis hijas en la escuela y les hice programas con amigos, tuve la nítida sensación de que mamá no había hecho nada de eso por mí.
Para suerte de mamá, Joaquín ganó fortunas en Syllicon Valley. Le regaló una gran suma de dinero. Mi hermano me contó que mamá y Jorge se mudaron a un departamento suntuoso en la avenida Figueroa Alcorta y Casares. La vista abarca desde el jardín japonés hasta los parques de Palermo. Al fondo, se ve el monumento a los españoles. Mamá lo invitó a que viera la reforma que había hecho. Joaquín pensó en voz alta, me dijo cuánto había gastado mamá en comprar esa propiedad y cuánto en refaccionarla. “Mamá nunca se va a convertir en un ser racional” afirmó, negando con cabeza.
Ahora tengo treinta y cinco años, hace cuatro que no la veo a mamá. Cada tanto me entero que viaja a visitar a alguno de mis hermanos. No me avisa cuándo va ni cuándo vuelve. Estoy preparando el material para una exposición de acuarelas. Una de las que más me gustan es la que estoy terminando en este momento. La dibujé a mamá. La retraté joven, como yo la recuerdo, como yo la amaba. Alta, delgada, con su pelo rubio lacio y sus ojos marrones. Hermosa y gélida. También me dibujé a mí, a su lado, a los siete años. Yo busco sus ojos con admiración, me desvivo por que esa mujer se decida a ser mi madre. Sin embargo, la mirada de mamá apunta hacia otro lado.