NADIE ALZABA LA VOZ

Nadie alzaba la voz

Fragmento




P

apá me llamó por teléfono desde Nueva York. Me avisó que vendría a Buenos Aires. Yo no me alegré como en otras oportunidades. Papá me dijo: “Esta vez mi viaje se debe a un motivo muy triste. Lo operan a mi hermano del corazón. No queremos que la abuela se entere. Cuando él llegue de Bogotá a Buenos Aires te dirá en qué hotel se hospeda. Vos me transmitirás el mensaje”.

Al colgar, sentí angustia. A papá se lo notaba muy preocupado. Tuve pena por él. Sí, por primera vez tuve pena por papá. Me pareció que estaba agobiado por tener que acompañar a su hermano en un trance como ése. Papá iba a venir sin su mujer. En Buenos Aires sólo yo lo sabía. Estaba abrumada. Era demasiada responsabilidad apoyar a papá en semejante momento. Su hermano de Bogotá era el único que le quedaba vivo.

A medida que pasaban los días, mi malestar aumentaba. Le hablé a Juan. Le conté lo que pasaba en mi familia. Me preguntó si tenía miedo de que se muriera mi tío. Le dije que no. Que tenía miedo por papá.

Se acercaba la fecha del examen de ingreso en la facultad. Yo no podía estudiar. Pensé que papá podría ayudarme. Deseché esa idea. Prefería estudiar sola. Hubiera sido mejor dar primero el examen y que después operasen a mi tío. Pero no. La fecha de la operación ya estaba decidida. A nadie le interesaba mi examen de ingreso.

El día anterior a que llegara papá, la situación se me hizo intolerable. Tuve que irme de la facultad porque no aguantaba ni un minuto más. En mi familia hubo varios cardíacos. El padre de papá y su hermano mayor murieron de infartos siendo bastante jóvenes. Era tal mi tensión que a la noche llamé a mi terapeuta. Hacía dos meses que no trabajaba: esperaba un hijo. Ella me escuchó y me pidió que me tranquilizara. Al día siguiente, me dijo, vería a papá y podría decirle que lo quería mucho y que estaba preocupada por su vida. Y agregó que, en todo caso, si después de ver a papá seguía intranquila, volviera a llamarla. Cuando colgué, mi angustia estaba intacta.

Me pregunté qué pasaría si papá muriese. En seguida traté de borrar ese pensamiento. Cuando ya estaba en cama, todavía despierta, sonó el teléfono: era papá. Me dijo que seguía en el aeropuerto de Nueva York: el avión saldría con retraso. Quizá perdiera la combinación en Río, y eso lo tenía casi escandalizado. ¡Tantas veces había viajado y nunca había perdido un avión! Se trataría de una verdadera mancha en su existencia. Le dije que si perdía el avión no importaba: yo, de todas formas, iría a Ezeiza y me quedaría a esperarlo. Él me pidió que no lo hiciera: si perdía la combinación en Río me llamaría por teléfono.

Papá no llamó. Parte del ritual de sus visitas consistía en que yo fuese a buscarlo a Ezeiza. Sabía que le gustaba que lo esperasen. Yo iba con ganas. Como siempre, vino el remise a buscarme. Mamá me acompañó abajo y me dijo que me cuidara. En el auto escuché esa canción que dice: “Es un buen tipo mi viejo…”. Al llegar a Ezeiza me enteré de que el avión que debía salir de Río estaba retrasado. Me puse contenta. Desde Ezeiza, le hablé a Ana por teléfono. Le dije que papá seguramente estaría por llegar, ya que no me había llamado por teléfono. Yo estudiaba lógica para el examen de ingreso a Matemática. Me sentí contenta de verificar que la lógica servía en la vida cotidiana: si designaba P a la premisa “Papá perdió la combinación en Río” y Q a “Me llamaría por teléfono”, la regla de inferencia Si P entonces Q, no P por lo tanto no Q resultaba perfecta. Pensé: “Si papá perdió la combinación en Río entonces me hubiera llamado por teléfono; no me había llamado por teléfono, por lo tanto no había perdido la combinación en Río”. ¡Qué bárbaro, el modus tollens funcionaba en la vida real! Le conté a Ana mi maravillosa deducción.

Cuando anunciaron la llegada del avión de papá, me acerqué con rapidez a la puerta de salida de la aduana. Vi aparecer a los primeros pasajeros: grandes abrazos con los parientes y amigos. Miré con cierta envidia esos recibimientos tan afectuosos. Recordé que papá y yo éramos siempre muy sobrios en nuestros encuentros. Pero esta vez yo sentía ganas de abrazarlo. Los abrazos y los besos continuaban a mi alrededor; también algunas lágrimas. Yo seguía mirando. Esperaba, ansiosa, la aparición de papá. También miraba con envidia a las familias numerosas. Ésas en las que van todos juntos a buscar a uno que llega; ésas en donde todos viven en la misma ciudad; ésas en donde hay un papá y una mamá que se quieren. Eso que yo nunca tuve. “Ya salieron casi todos”, oí decir. Pero faltaba mi papá.

Llamé a casa. Ester me dijo que papá seguía en Brasil y me estaba buscando, que volviera rápido. Ya había llamado varias veces. No fui a casa. Tomé un taxi, fui a la facultad. Sentí, de pronto, que no podía faltar a las últimas clases. La semana siguiente daría el examen de ingreso. Desde la facultad, hablé nuevamente con Ester. Enfatizó que fuera rápidamente para allá. Tuve la sensación de que algo muy grave estaba sucediendo. No entré a clase y volví a casa.

Desde el palier oí sonar el teléfono. Ester abrió la puerta y me pidió que atendiera. “Seguro es tu papá.” Escuché la voz de mi hermano Luis. Él también vivía en Nueva York. Me dijo que había ocurrido lo peor. Me preguntó si mamá estaba. No. Mamá no estaba. Entonces Luis dijo que no me lo diría. Le insistí. Le aclaré que de todas formas Ester estaba a mi lado. Me dijo que le pidiera a Ester que me tomara de la mano y que se había muerto papá. Empecé a llorar a los gritos. Se me nubló la vista. Tiré el tubo. No lo podía creer, no lo quería creer, deseaba volver atrás en el tiempo. Que se parara el mundo. Fui a mi cuarto y me encerré. Llamé a Ana. Estaba en su despedida de soltera y vino en seguida. Llamé a Laura. A todos les decía lo mismo: “Se murió mi papá”. Era lo único que podía decir, y empezaba a llorar otra vez. Llamé a Juan. Después a Raúl. Raúl no estaba. La primera en llegar fue Ana. Luego llegó Laura. Me abrazó y nos pusimos a llorar las dos. En ese momento llegó mamá. Escuché que Ester le decía: “Se murió el señor Manuel”, “¿Qué señor Manuel?”, preguntó mamá. No recuerdo la respuesta de Ester. Pero la imagino. Mamá no lo podía creer. Yo tampoco. Sentía la necesidad de contárselo a mucha gente. Cada vez que lo decía me seguía pareciendo increíble. No cesaba de repetírmelo: papá se murió, papá se murió. A cada rato sonaba el teléfono. Era Luis. Quería que fuera para allá. Una de las veces que llamó le pregunté cómo había sido. Dónde había sido. Papá había muerto en el avión, tuvo un infarto. Fue una muerte silenciosa. No molestó a nadie. La azafata contó que papá se le había acercado a pedir un vaso de agua. Que le había dicho que se sentía mal. Y que luego se murió. Sí, se murió. Sin decir nada. Todo me daba vueltas. No sabía dónde encontraría las fuerzas para tomar un avión a Nueva York. Para ir al entierro de papi. Sin embargo, era imprescindible que fuera. Tenía que estar allí. Tomar un avión sola. Viajar toda la noche. No, no quería ir. “No quiero que se muera papá.”

Llamó Mara. Le conté que había muerto papá y vino en seguida a casa. Vinieron los dos íntimos amigos de mi hermano. Vino Raúl. Mara lo despreciaba, y esa vez también se lo demostró. Hacía ocho meses que Raúl y yo habíamos dejado de salir. Sabiendo que a Raúl le molestaría, Mara me preguntó por un chico de la facultad que me gustaba.

A la noche llegaron algunos parientes. Yo no los quería ni ver. Se quedaron Laura y Mara. Estábamos las tres en la cocina y entró mamá. A ella tampoco quería verla. En ese momento quería otra mamá. Una mamá que lo quisiera a papá. Yo sabía que mi mamá lo odiaba. Siempre me había hablado mal de él. Todo lo que papá hacía estaba pésimo, incluso morirse. Pero ahora se jodía. Ahora papá era mío para siempre y ella no era nadie.

Laura se fue. Mara se quedó a dormir. No pude conciliar el sueño en toda la noche. Tampoco tenía palabras para decir. Un dolor profundo y agudo se instalaba en mí. Todo me parecía una película. No podía creer que fuese cierto. Deseaba que viniera alguien y me dijera que no, que era todo un malentendido. Nadie me lo decía.

Llamó Luis: me había reservado un pasaje para el día siguiente. Surgió un problema: tenía el pasaporte vencido. Resultaba imposible renovarlo en un día. Hablé con la secretaria de papá en Nueva York. Me pidió que no me preocupara por el asunto. Ellos me arreglarían todo. Sin duda podría viajar al día siguiente. Mamá se ofreció a acompañarme. No quise. ¿Qué era eso? ¿Qué cara iba a poner Hebe, la mujer de papá, si la veía a mamá? ¿Quién era la viuda? ¿Eran dos viudas o qué? No, prefería que mamá se quedara en Buenos Aires. La idea de que viniera me resultaba insoportable.

Llamó mi tía, la mujer del hermano de papá que vivía en Colombia. Ella y su marido ya estaban en Buenos Aires. Quería saber qué pasaba, si papá había llegado o no. Le dijeron que papá había muerto. Pero claro, a mi tío no le podían informar que su hermano se había muerto de un infarto antes de su operación. Mi tía quiso entonces que fuera yo a avisarle a mi abuela. Ella no quería ir. Yo le grité que no le avisaría nada a nadie y que me importaban tres carajos cómo se enteraría mi abuela. Nunca entendí por qué todos en mi familia tenían tanto miedo de avisarle a mi abuela que se había muerto otro de sus descendientes si era la que mejor lo soportaba.

Al día siguiente fui a la facultad. Expliqué mi situación. No podía rendir el examen de ingreso porque se había muerto mi papá. Pedí que por favor me dieran otra fecha. No había tregua. Parecía que alguien se hubiera ensañado conmigo. Por suerte, Laura me acompañó. Fue un gran alivio.

Volví a casa. Estaba en mi cuarto. Mamá se acercó a avisarme que había venido la policía para renovar mi pasaporte. Llené el formulario, me tomaron las huellas digitales. Eran dos agentes vestidos de civil. Llevaban portafolios con los elementos para renovar pasaportes. Incluso tenían pasaportes nuevos. El trámite lo hicieron en el momento.

Mamá me contó que habían venido a casa temprano. Yo, en ese momento, estaba en la facultad. No tuvieron problema en ir a buscarme. Le pidieron a mamá que los acompañara en el Falcon verde. Al entrar en la facultad, se saludaron amistosamente con los policías de la puerta. Por supuesto, no me encontraron. Una vez que se fueron, mamá y yo nos miramos con complicidad, sabíamos que ese contacto “a domicilio” se debía a la gente con la que papá había trabajado en los últimos dos años. Yo no podía entender por qué se había juntado con esa clase de tipos.

Vino Mara. Me trajo ropa de invierno: allá hacía frío. Vinieron Ana y el marido directamente del Civil. Me di cuenta de que no iba a poder ir al casamiento de Ana. ¡Hacía tantos meses que veníamos hablando de su fiesta! Yo, incluso, estaba invitada a una cena familiar. Me había comprado un vestido y unos zapatos hermosos. Quedarían sin estrenar. Vino Juan con una cartita muy afectuosa, me sentí muy agradecida.

Llegó la hora de partir hacia el aeropuerto. Me llevaron Mara y Laura. En el camino compramos el diario. Había un artículo titulado “Manuel Goldman murió de un ataque cardíaco mientras viajaba en avión hacia nuestro país”. Comencé a llorar. Me pareció horrible que papá fuera una noticia. Él era mi papá y nada más. Mamá no me acompañó al aeropuerto. Recordé que el día anterior también había ido a Ezeiza, a buscar a papá. Allí volvía a estar ahora, yendo a su entierro. No sé con qué fuerzas subí al avión. No quería llegar a Nueva York. Sentía que yo también me moriría en el avión. Que no lo podría soportar. Que si papá había muerto, yo también me quería morir. Pude dormir algo.

Soñé que ahorcaban a mi gato. Una injusticia terrible. No sabía a quién se le podía haber ocurrido cometer semejante atrocidad. Me desperté aterrorizada. No quise dormir más.

A pesar de mí, llegamos. Aterrizamos. No tuve más remedio que bajar del avión. Pasé por Migraciones, busqué la valija, pase por la aduana. Caminaba lenta. Sabía que a pocos metros se abrirían las puertas. Vería a todos. Estaban esperándome para ir al velorio. No quería que se abrieran esas puertas. Sin embargo, seguía caminando. De pronto los vi: Luis, Hebe, sus hijos; creo que estaban los cuatro hijos. Todos vestidos de negro. Abracé a Luis. Lloramos. No sé si hubo palabras. Hubo lágrimas, abrazos. Fuimos hacia un taxi. Hacía un frío terrible. Yo venía del verano, estaba tostada. Ellos estaban blancos, muy blancos, pálidos. Yo miraba la ruta del aeropuerto a Manhattan. Estaba todo nevado. No podía creer que esta vez no iba a visitar a papá sino a su entierro. Que nunca más lo visitaría. Tantas veces había hecho ese camino con él, contentos de volver a vernos. Nadie hablaba, quizá no había nada que decir. Tanto dolor ahuyentaba las palabras, nos enmudecía.

Llegamos a la casa de papá. Le pregunté a Luis si había hablado con Elena. Elena era la hermana de mamá que vivía en Suiza. No. Aún no le había avisado. Ella era una persona muy importante para mí. Yo sabía que también lo había querido mucho a papá. En Buenos Aires, a mamá ni siquiera se la mencioné. Estaban peleadas desde hacía siete años. No se dirigían la palabra. Mamá ponía cara de culo cada vez que oía su nombre. Yo me creía una delincuente por querer a mi tía.

Me dijeron que el velorio no se haría en casa de papá. El velatorio quedaba lejos. Todos iban para allá. Yo debía vestirme de negro. No tenía ropa negra. Tenía puesto jeans y un suéter. Me dijeron que ir vestida así era una falta de respeto. Yo no entendía por qué. No parecía haber lugar para oponerse.

Luis había discutido con Hebe acerca de si el cajón tenía que estar abierto o cerrado. Hebe prefería que estuviera abierto. Luis no. Él no quería ver a papá muerto. Yo sí. Yo quería verlo por última vez. Deseaba despedirme. Luis prefería quedarse con el recuerdo de papá vivo. Yo quería tener los dos recuerdos. Al fin de cuentas, su muerte también era parte de él. Se decidió que el cajón permaneciera cerrado pero el que quisiera lo podría abrir.

Antes de ir al velatorio, Luis y yo pasamos por un negocio. Yo pensaba que era ridículo vestirme de negro; a papá, lo que menos le interesaba era la ropa. De todas formas, fuimos. Tenía puesta una camisa blanca. Luis se enfureció al ver que no llevaba puesto corpiño. Me ordenó tajantemente que me comprara uno. Salí del negocio toda vestida de negro.

Llegamos a un edificio suntuoso donde nunca había estado. Quedaba en uno de los barrios más elegantes de Manhattan. Todo me parecía tan distante. Sentía que nada de todo aquello me pertenecía. Que ése no era mi lugar. Que ése no era mi papá.

Había poca gente. Era un sitio enorme. Un piso entero con varios salones. Lo vi a Pablo, uno de los hijos de Hebe. Nos dijo que papá ya estaba ahí. Alguien había ido a buscar el cadáver a Brasil. Se murió en ese país donde nadie lo conocía. Solo. Lo bajaron del avión en San Pablo. Lo llevaron a un hospital. Pero ya no hubo nada que hacer. Pablo señaló el salón donde estaba. Nos preguntó si lo queríamos ver. Yo quise. Luis no. El salón era muy grande. Al fondo estaba el cajón. Pablo y yo nos acercamos. Él lo abrió y vimos el cadáver de papá. No parecía papá. Le habían pintado la cara de rosa. Tenía una expresión vacía y relajada, perdida. Lo reconocí por las manos. Ésas eran las manos de papá. Y por el pelo. Ése también era su pelo. En los últimos años se le había puesto gris. Se lo veía tranquilo. Papá no parecía haberse dado cuenta de su muerte.

Pasaban las horas. Cada vez llegaba más gente. La mayoría, desconocida para mí. Algunos, según Luis, eran muy importantes. Pero yo no sabía de quiénes se trataba. Todo resultaba tan extraño: ese lugar, esa gente, esa maldita muerte de papá.

Yo no tenía amigos ni tampoco nadie que me resultara cercano. Hebe y sus hijos no eran mi familia. Eran la familia de papá. De pronto vi a Gloria, la amiga de mamá. ¡Qué emoción! ¡Al fin alguien conocido!