El resto de su vida
Fragmento
"E
l otro día fui a ver una película de cáubois. Las detesto. Eterna, además. Ricardo quería ir y yo lo acompañé, por miedo a que fuera con otra persona. En el cine me aburrí tanto, tanto, que me picaban las piernas, los pies, el cuello. ¿Qué hago acá? Mi marido no se va a quedar conmigo porque venga con él a ver estas pelotudeces, pensé. Eso es lo que son: pavadas", dijo Mónica, mientras se miraba una mancha de tuco en su zapato de gamuza marrón. Estaba recostada en el diván del consultorio de Andrea, su psicoanalista. La punta del zapato era lo primero que aparecía delante de sus ojos.
Andrea oyó un ruido en el pasillo. ¿Pedro? Pedro ya no tenía llaves. Una semana atrás, ella misma se las había quitado. Sin embargo, era él. Andrea conocía muy bien la forma rotunda de caminar de su ex Andrea conocía muy bien la forma rotunda de caminar de su ex marido, la manera lenta y prolongada como las tablas crujían al ceder ante el peso de su cuerpo. Lo había escuchado tantas noches, tantas madrugadas, tantas mañanas... Durante dieciocho años había medido el cariño que Pedro le tenía por la hora en que se producían aquellos ruidos de llegada.
"En realidad, pensé, si a Ricardo le gustan tanto las películas de cátiboís, no deberíamos estar casados. El gusto por el cine, en última instancia, define a las personas. Sé perfectamente cómo es alguien que se entretiene con Arma mortal 2, lo he sufrido en carne propia. O el tipo de gente al que le gustan las películas de terror. ¿Quién puede ir a ver películas de terror? ¿Se acuerda de El silencio de los inocentes? Me fui del cine a los veinte minutos. Después, Ricardo me contó que me había perdido una de las mejores películas que había visto en su vida", continuó Mónica, con la leve sospecha de que su analista no le estaba prestando atención.
Andrea tenía la vista fija en el antiguo picaporte de la puerta de su consultorio. Desde el patio, los ladridos de alegría de Estrellita terminaron por convencerla: Pedro había llegado. De alguna forma, había osado introducir su cuerpo en la que había sido su casa. Andrea miró el reloj: aún faltaban quince minutos.
"En el fondo, el cine es un detalle. Ricardo, últimamente, me parece tan chato, tan poco interesante... Más allá de sus gustos. Como si el tiempo se hubiera llevado lo que nos unía."
Más vale sola que mal acompañada, estuvo a punto de decir Andrea. Pero un dolor que la dejó sin voz se extendió desde el estómago hasta la garganta. Era el mismo malestar que la estremecía cada mañana desde que Pedro la había dejado. De pronto creyó lo contrario: mejor mal acompañada que sola. Esto contradecía sus principios. Prefirió no decirlo. Supo que muy pronto tendría que ayudar a Mónica a admitir que su segundo matrimonio no funcionaba (situación que ella misma nunca había tenido el coraje de reconocer). Andrea deseaba profundamente echar a ese infame de su casa. Pretendía entender cómo había entrado. ¿Pedro tendría otro llavero? ¿¡Cómo no cambió la cerradura cuando él se fue de la casa!?
"Voy a tener que cortar la sesión diez minutos antes.Tengo que hacer un trámite... Le pido disculpas. La vez que viene, si puede, nos quedamos diez minutos más", dijo Andrea.
"¿Me avisa ahora?", preguntó Mónica."¿Me echa, como a un perro? No, ni siquiera, a su perra la oigo ladrar desde el pasillo. La quiere más que a mí.Y yo me tengo que ir, esto es peor que ir a ver una película de caubois con Ricardo.Vengo aquí para que me comprenda... Así no me va a hacer ningún efecto la terapia. ¡Ah! ¿Los diez minutos de la próxima sesión van a ser los mismos que me está sacando ahora?"
"Y... la verdad es que no."
"Entonces, métaselos en el culo", Mónica intentó abrir la puerta con fuerza y se quedó con el picaporte en la mano.
"Sí, es cierto, tendría que haberle avisado antes. Se me pasó", respondió Andrea, todavía con la mirada en el vacío.
"Perdón, a esa manija le faltan los tornillos. ¡La tengo que arreglar, sin falta!"
Si después de los veinticinco años, para una mujer, las probabilidades de que la mate un terrorista son mayores que las de casarse, a los cuarenta y dos... Ni siquiera tendré la suerte de que me mate un terrorista, se dijo Andrea, mientras caminaba hacia la cocina. "¿Qué hacés acá?", le preguntó a Pedro, con los ojos bien abiertos. Estrellita lamía incesantemente la cara de Pedro. Movía su cola cortita como un péndulo acelerado. Pedro se había agachado para acariciarle la cabeza blanca de pelaje ondulado. La perra caniche saltaba a su alrededor y emitía ladridos agudos.
"Vino papá de visita", dijo Sofía sonriente.
"¿Quién le abrió la puerta?", preguntó Andrea a su hija menor con impaciencia y un dejo inesperado de alegría por verlo.
"En realidad...", contestó Pedro. Miraba a Andrea con culpa, alivio, pena y rencor.
"Papá llamó por teléfono y dijo que iba a venir", agregó Sofía.
Andrea estuvo a punto de decirle a su hija que no tenía que abrirle la puerta a su papá. Se contuvo. La inundó el arrepentimiento. ¿Por qué había corrido una vez más detrás de Pedro? ¿Por qué había finalizado abruptamente la sesión con Mónica? Su tía Felisa le había insistido en que no le prestara atención a Pedro. Había hecho todo lo contrario. "Sofía, andate, que voy a decirle algo a tu papá", ordenó Andrea. "¡Después vení a la cocina, papá, que voy a tomar la merienda!", dijo Sofía desde la puerta del pasillo que conducía a los dormitorios.
Andrea esperó a que se alejara.
"¡Yo quiero que hablés conmigo antes de venir! ¡No me gusta que usés a los chicos!"
"No seas ridícula, ..." "Dejá de maltratarme."
"Mirá: me voy porque me tenés podrido; quería hablar con vos, pero me sacaste las ganas."
"De algunas cosas se te van las ganas muy rápido, pero de encamarte con cuanta mina se te cruza..."
"¡Si seguís así no te va a coger ni el peor imbécil!"
Pedro se fue dando un portazo. Andrea volvió a la cocina. Había dicho todo lo que no hubiera querido decir. Abrió la cafetera Volturno con fuerza. Puso leche a calentar en un jarrito rojo y blanco. Está cachado, tendría que comprar uno nuevo, pensó.
Andrea supo que había cometido un error detrás de otro. Deseó volver al momento en que había sonado el despertador esa mañana y volver a empezar. Recordó que estaba soñando que leía una carta de su madre: le contaba que viajaría a Cariló. Se trataba de la casa que, en la realidad, habían tenido en Cariló. Al poco tiempo de la muerte de su esposa, su padre la había vendido, argumentando que, sin su compañía, no podría soportar otros veranos allí. La había vendido sin consultarlo con ella.Andrea concluyó que a su padre nunca le había interesado ese lugar de vacaciones y que había aprovechado la situación para sacárselo de encima. La indignación se sumaba a la irritación. La depresión al decaimiento. El miedo por el futuro a la desazón por el pasado. ¿Y el presente?
Sonó el teléfono. Andrea intentó secarse las manos con un repasador. Se le cayó al suelo. Corrió a atender.Vio a Sofía sentada a la mesa. Leía una revista. El pelo castaño claro, largo hasta la cintura, caía hacia un costado. Rotundo y etéreo a la vez. Dos cafés con leche y cuatro tostadas de pan lactal humeaban a su lado.
"¿A cenar?", preguntó Andrea.
"¿Y papá?", preguntó Sofía, sin levantar los ojos de la revista. Su madre hablaba por teléfono con la mirada perdida. "¿Ya se fue?"
Andrea asintió con una sonrisa cándida hacia su hija. "¡Ni siquiera se despidió de mí!...Yo lo estaba esperando con la merienda preparada".
"Sofía puede quedarse con Guido", aseguró Andrea.
"¿Vos también te vas, mamá?"
"Salgo a cenar con unas amigas y vuelvo."
No como el guarango de tu padre, pensó, pero esta vez no lo dijo. Se había prometido a sí misma que mediría sus palabras delante de los chicos. Por más que no entendiera muy bien para qué.Todo era tan evidente.
Nunca se había sentido tan expuesta en su vida. Le causaba horror tener que contar que se había separado de Pedro. Elegía aislarse, no ver a nadie. Sin duda la separación le resultaba peor que el suicidio de su madre. Cuando tuvo a cada uno de sus hijos, todas las enfermeras le habían preguntado con insistencia por ella. Ninguna por su marido, a quien Andrea estaba orgullosa de presentar. Había tenido que explicarles que la madre había muerto. Ni los dolores de parto la habían mortificado tanto como esas preguntas. La primera noche en el sanatorio había llorado sin cesar. Desde que la enfermera se llevó a su beba hasta que se la trajo para amamantarla, a las cuatro de la mañana. Recién entonces se sintió útil. Porque frente a la muerte de su madre se había sentido, ante todo, una inútil.