La cúpula dorada

La cúpula dorada


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o bien vi la cúpula dorada que asomaba, lo supe: mi abuela nos había regalado un juego con piezas de madera para armar la Ciudad Vieja de Jerusalén.

Lo armamos decenas de veces en un cuarto de la casa de mis abuelos, que estaba en la avenida Libertador. El departamento al que yo me hubiese querido mudar, sin mi abuela Elsa, claro. Muchas veces le preguntaba qué tal si nos cambiaba la casa, nosotros íbamos a vivir allí y ella a la nuestra. El cuarto donde armábamos la Ciudad Vieja era el que había sido de mi tía. Teníamos las piezas guardadas en una caja y había una lámina de colores que poníamos debajo. Debía indicar dónde iba cada parte. También traía las murallas.

Yo no sabía nada sobre Israel y muy poco sobre el judaísmo. Mientras jugábamos con la ciudad, jaqueada por la mirada inquisidora de mi hermano, me decía que pronunciaba mal las palabras o me preguntaba datos que yo jamás sabía contestar. Me llevaba cinco años. Y digo me llevaba porque ahora no me lleva años ni yo tampoco a él. A partir de que se fue a China, no supe más de su vida, de esto ya pasaron diez años. Que se fue a la China, sí, suena a un chiste, pero es verdad. Allí parece que inclusive se casó con una china. Nada extraño, ya que hay tantas. Aquí también había chinitas, no sé para qué se fue a buscarla tan lejos, comentó una amiga de mamá.

“Israel es como este pedacito”, me dijo una vez mi abuela. Señalaba una franja del tapizado del auto de ellos. Le decían el automóvil. Yo pensaba en el batimóvil. “Y los árabes tienen todo esto”, pasó la mano por el resto del tapizado del auto. La debo haber mirado con cara de qué me importa. Para mí, eso no tenía ningún significado. Mis padres nunca me habían hablado de Israel. Mi abuela intentaba inculcarme algo que yo evitaba todo lo que podía. Insistía tanto que ya no sabía de qué hablaba, lo único que rogaba internamente era que no insistiera más.

Mi abuela comentaba que mi tía había ido a Israel, pero no había entendido nada. Se lo había pasado planchando camisas en un kibbutz. En cierto momento también me dijo que nos había hecho socios del Club Hebraica. No recuerdo haber ido, creo que alguna vez vi un carnet de ese club mientras revolvía los cajones del escritorio de mi hermano. Los papeles bajaban y subían mezclados con lapiceras, revistas pornográficas y cables. Después mi abuela me aclaró que, seguramente, mamá no había seguido pagando las cuotas.

Algunos años festejábamos el Año Nuevo Judío, comíamos guefilte fish, un budín hecho con tres pescados, rodeado de gelatina de pescado con zanahorias y pedacitos de perejil adentro. Después venía la sopa con bolas de matzeh; por último, pollo al horno con papas y batatas. Cenábamos en el comedor de la casa de mis abuelos. Tenía que ir bien vestida. Cuando llegaba, mi abuelo, detrás de sus bigotes y sus anteojos, me decía “Cada vez estás más linda”.

Durante la cena, Elsa relataba en detalle su periplo por las pescaderías en busca de los ingredientes adecuados para la preparación de la comida. Se refería a la consistencia de cada uno, a cómo se combinaban los sabores, a de qué manera se reemplazaban en Buenos Aires los pescados que habían usado en Ucrania. También contaba sobre la búsqueda del jrein, compañero infaltable del guefilte fish. Siempre nos avisaba que era picante. A mi hermano y a mí nos ponían grandes vasos de agua que miraban con desprecio. Según mis abuelos, hacía mal tomar tanta agua durante las comidas. Por lo general, los encuentros terminaban en irremediables ofensas entre mamá y la abuela. Eran situaciones a las que nadie entendía cómo se llegaba y, menos aún, cómo se salía. A veces se interrumpían por la mitad, a veces en el segundo plato. No sé que había de postre, no creo que llegáramos.

El comedor era grande, con puertas corredizas. En una de las paredes tenía un empapelado de fondo gris donde aparecía dibujada, en forma muy sutil, una gran cena. Mi abuela Elsa lo explicaba para quienes no entendían o no veían. Había una amplia mesa color caoba y sillas estilo inglés. Las cortinas eran de una seda gruesa color azul claro. Todo relucía. Primero nos sentábamos un rato en el living a conversar. En algún momento, Elsa anunciaba que teníamos que pasar al comedor. Había otros invitados, parientes o amigos de los abuelos. Mi abuela tenía muchos hermanos, era la menor de once, había nacido cuando su madre tenía cuarenta y siete años. Desde Rusia habían emigrado a la provincia de Mendoza. Algunos todavía vivían allí: Abrasha, Menasha, Liuba, Sasha y otros más. Para mí, el ruso era un idioma judío, lo mismo que los barenikes de guindas o de papas. Mi abuela amaba el ruso. Nos lo enseñaba a mi hermano y a mí. Del yiddish no había oído hablar hasta que mi abuela me dijo que entendía algo de holandés porque tenía cierta semejanza con el alemán, que ella lo había aprendido durante su estadía de un año en Alemania antes de embarcar en Hamburgo hacia la Argentina, y que además, se parecía al yiddish.

Mi abuela paterna también era judía, pero nunca celebrábamos fiestas judías con ella. Papá era anti religioso por definición: todo lo que oliera a religión le disgustaba. Lo único que me contó fue que, de chico, había leído una versión de la biblia adaptada para niños. Mamá cada tanto deslizaba algún comentario sobre un tema judío. Parecía detenerse solamente en el miedo a los nazis, en su infancia teñida del temor de que invadieran la Argentina. Todo lo alemán le disgustaba y no iba más allá de eso.

Cierta vez, mientras almorzaba con mi abuela en el comedor diario de su casa, le dije que yo no entendía qué era ser judío. Además, me parecía que serlo o no era intrascendente. Me contestó que algún día me dirían “judía de mierda” o algo por el estilo y entonces, mi opinión cambiaría. Me contó que ella había asistido a una escuela primaria y secundaria alemana en Mendoza. “Me mandaron allí porque cuando llegamos a la Argentina hablaba ruso y alemán, no sabía castellano. Muchas veces me dijeron que hablo muy bien el castellano, tan bien que se nota que es aprendido”. Luego relató la historia de su compañera de banco: un día le anunció que no se sentaría más a su lado, “el papá le prohibió sentarse con una judía”.

Mi abuela había conocido la forma en que se trataba a los judíos en Rusia. Otra palabra que me enseñó fue pogrom. Alguna de sus hermanas o tías había sido violada en un pogrom, un levantamiento espontáneo en contra de judíos. “Salir a matarlos así porque sí”, me explicaba. “Y violar a las mujeres”.

Una tarde acompañé a mi abuela en el Día del perdón. Preparó un té cena con arenques, panes, quesos, salmón y tarta de manzanas. Me dijo que empezaríamos a comer cuando saliera la primera estrella. Ella a veces ayunaba y otras no, dependía de cómo se sintiese. Para ese entonces, las celebraciones de Año Nuevo Judío “en familia” ya se habían terminado. Finalizaron luego de la muerte de mi abuelo, cuando yo tenía trece años.

El interés por conocer Israel se despertó en mí muchos años más adelante, a través de una amiga israelí. Nada de lo que me habían dicho en mi familia me había provocado intriga; era un lugar remoto a donde iba gente que había asistido a actividades de las que apenas había oído hablar, a clubes cuyos nombres escasamente me sonaban conocidos como Acoaj o Macabi. Y, aún más, me remitía al hebreo, un idioma del que, salvo en algún casamiento de un pariente lejano o en un Bat Mitzvah, jamás había oído alguna palabra. Lugares a los que no había pertenecido.

Ni la religión ni la cultura judía me fueron inculcados; salvo, por cierto, la cúpula dorada.