En diciembre de 2005, mientras buscaba escritores para entrevistar en mi próximo viaje a Estados Unidos, vi en la página web de la Universidad de Columbia que Richard Ford figuraba en la nómina de profesores del departamento de escritura creativa. Dado que quería entrevistarlo, envié un mail a la secretaría cuyo asunto era: “Por favor reenviar a Richard Ford”. En el mensaje le explicaba mi interés por su obra, por entrevistarlo y nombraba a escritores que había entrevistado con anterioridad. Dos semanas más tarde, me contestó. En principio, aceptaba la entrevista, sin embargo, no sabía dónde iba a estar en el momento en que yo viajaba a Estados Unidos. Pronto intercambiamos otros mails y me dijo que a fines de febrero estaría en su casa en Maine. Me invitó a pasar un día en el pequeño pueblo donde estaba situada. Para llegar desde Nueva York, debía tomar el tren a Boston y, desde allí, otro tren, desde otra estación, que iba directo hasta la ciudad de Portland.
Durante el mes de febrero, en el estado de Maine, hace tanto frío que la gente a la que le comentaba que iría allí me miraba sorprendida. En uno de sus mails previos al encuentro, Ford me advirtió: “abrígate mucho, aquí hace un frío terrible”.
A fines de febrero de 2006 llegué a la estación de tren de Portland. Se trata de una pequeña ciudad del noreste de Estados Unidos, cercana al océano Atlántico, elegante, y alejada del circuito turístico masivo. Reconocí a Ford de inmediato: alto, cabello gris algo largo y ojos profundamente celestes. Nos saludamos y caminamos hasta su camioneta que se encontraba en el estacionamiento.
La casa de Ford quedaba a una hora de Portland. Durante el trayecto, paramos a almorzar en un restaurante. En esa zona, las especialidades son el pescado y los mariscos. Ford pidió atún a la plancha y ensalada, dijo que se cuidaba para no engordar. Yo iba a pedir un plato que no conocía, parecía un guiso de carácter local, pero Ford me disuadió y me dijo que el pescado era lo mejor. Acepté su sugerencia.
Fuimos a la hostería donde Ford había reservado un cuarto para que me quedara esa noche. Era una antigua casa de estilo victoriano con seis cuartos destinados a recibir huéspedes. Entré al cuarto que me asignaron; la cama, llena de almohadas, parecía sumamente confortable. Había un hogar encendido. Desde la ventana se veía un cuidado puerto de pescadores. Dejé mi bolso.
“Hermoso lugar”, le comenté al salir. “Sí, y tiene luz. Aquí en el invierno el problema es la luz”.
Seguimos viaje hasta su casa, bordeando el Atlántico, en un día en que la temperatura rondaba los cinco grados bajo cero, bastante templado para esa época del año. La casa estaba emplazada en un sitio desde el cual no se veía ninguna vivienda vecina. El suelo se encontraba algo cubierto de nieve. En cuanto bajamos de la camioneta se acercaron corriendo dos perros labrado- res. Había grandes árboles y plantas sin hojas. “Ésa es la casa de invitados”, dijo Ford, al señalar una construcción de madera a unos metros de la casa principal. “Pero la usamos solamente en el verano”.
Entramos a la cocina, que estaba abierta hacia el comedor, caminamos hasta el living. Los muebles eran de estilo moderno, un sofá de cuatro cuerpos tapizado de color blanco, una mesa ratona de madera, dos sillones individuales al costado y una biblioteca que, a su vez, albergaba el equipo de música. Había algunas fotos en portarretratos; otras, enmarcadas, colgaban de la pared. En los retratos se veía a Raymond Carver, Eudora Welty, Tobias Wolff, entre otros escritores conocidos.
Nos sentamos en el sofá. Comenzamos la entrevista. Uno de los perros merodeaba a nuestro alrededor.
P.V. No podía grabar cada una de las conversaciones que tenemos a lo largo de todo el día...
R.F. Claro, no pensé que lo harías, vamos a ir hablando de cosas... (carraspea). Verás qué clase de persona soy yo, y yo veré qué tipo de persona eres tú. Vamos a conversar desde ahí.
P.V. Me gustaría saber si estás involucrado en la Conferencia Sewanee.
R.F. No, no estoy. Participé una vez. Es muy agradable. ¿Vas a ir?
P.V. Tengo una amiga que vive en Nueva York que quiere ir; estaba hospedada en casa de ella. Está escribiendo una obra de teatro. Cuando le conté que vendría aquí a Maine y te entrevistaría, me comentó que creía que estabas involucrado.
R.F. Fui una vez; creo que es una conferencia de escritores a la que vale la pena asistir. Conozco a la gente que la organiza. Estoy involucrado en la Squak Valley Community of Writers (Comunidad de escritores del Valle Squak) que está situada en California.
PV. Cuando te otorgaron el Premio Pulitzer, ¿cómo lo experimentaste a nivel personal?
R.F. Bueno, en principio diría que lo experimenté en Francia, allí es donde me encontraba. Me enteré mientras cenaba con Ernest Kates. Estaba completamente abstraído respecto del resultado del Pulitzer. Ni siquiera estaba al tanto del día en que se anunciaría.
P.V. ¿Sabías que estabas nominado?
R.F. No, no; lo ignoraba. Nunca me había detenido a pensar sobre ese premio. En general, no había recibido premios importantes; así que, creo que por ese motivo, el tema no estaba en mi mente. Me encontraba satisfecho con el libro, me parecía bueno, creía que gozaba de una agradable vida. Mientras cenaba con unos amigos franceses recibí un llamado a mi celular. No, el hombre que estaba sentado a mi lado recibió una llamada a su celular. Me pasó su teléfono y me dijo. “Es para ti”. Pensé que era muy gracioso. Estábamos en Bretaña. Tomé el aparato, me levanté de la mesa y me fui a hablar a un sitio apartado para no molestar. Resulta que era mi agente literaria de París. Me preguntó si me encontraba sentado, le dije que sí. “Ganaste el Premio Pulitzer”, me dijo. “¿¿Qué??”, pensé. Estaba muy impactado, por un lado; sin embargo, por otro, no lo estaba. Porque creo que esas cosas son... felices, por un lado. El Premio Pulitzer es muy importante para cierta gente, permanece contigo para el resto de tu vida. Yo lo había alejado tanto de mis pensamientos los años anteriores que... en fin, fue un buen momento. Resultó muy importante para Kristina, mi mujer, la hizo muy feliz. Ella había trabajado a mi lado durante la escritura y la corrección del libro. Pasamos mucho tiempo con el libro. Ella estaba feliz. Parecía como un regalo. Pero también pensé que, si no lo hubiera ganado yo, lo hubiesen otorgado a otra persona. No es que no se lo hubieran dado a nadie si no encontraban mi libro. Siempre que me otorgan un premio creo que se debe, por ejemplo, a que alguien como Philip Roth no publicó un libro ese año o algo así. Soy bastante filosófico respecto al asunto.
P.V. ¿Y permaneciste en Francia?
R.F. Me quedé allí. Me fui de la mesa para mantener la conversación tele- fónica con mi agente, y cuando volví a sentarme, ni siquiera lo mencioné.
P.V. ¿En serio?
R.F. Sí, en el momento, pensé: “Bueno, estamos pasándola bien, ¿por qué invadir con mi noticia esta velada perfectamente apacible?” El día siguiente sería lo suficientemente pronto. Estaba feliz.
P.V. ¡Qué bueno! Creo que invadir, tanto con buenas noticias como con malas noticias…
R.F. Es antisocial.
P.V. De todas formas, no es tan fácil lograr contenerse...
R.F. Lo único que hay que hacer es intentarlo (se ríe). La gente no lo intenta. Además, hay una ventaja, lo que se tiene es un secreto.
P.V. Hay un proverbio en español, que debe existir también en inglés, es algo así como: “Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”.
R.F. No, no existe en inglés... Es interesante, no lo había pensado de esa manera. Uno se convierte en esclavo de su propia información. Es verdad, ¿no? Tengo un amigo en Nueva Orleáns que es especialista en literatura norteamericana, cuando gané el Pulitzer, creo que le pareció que necesitaba un cable a tierra, entonces me envió una lista de todos los escritores terribles que lo habían ganado.