Alejandra Pizarnik y Juan José Hernández: una amistad singular

Alejandra Pizarnik y Juan José Hernández: una amistad singular

Publicado en cuartaprosa.com

A mediados de la década de los ochenta, todos los jueves a la tarde tomaba el colectivo desde Recoleta hasta San Telmo. Iba de mi casa al departamento del poeta y narrador tucumano Juan José Hernández (S.M. de Tucumán, 1931- Buenos Aires, 2007). Allí, bajo su coordinación, nos reuníamos los cinco o seis participantes del taller de narrativa. Eran las primeras veces que compartía mis cuentos con un grupo de gente, escuchaba las opiniones que expresaban y comentaba mis impresiones sobre las narraciones de los compañeros. Las intervenciones de Juan José eran estimulantes, plagadas de humor y de un infaltable dejo de ironía. Yo tenía veinte años.
Había obtenido la recomendación del taller de Hernández a través de la madre de una amiga que estudiaba con Ricardo Piglia. Entrar no fue fácil, para decidir si me aceptaba o no, me citó para que mantuviéramos una breve entrevista. Además, me pidió que llevara algunas páginas de mi producción literaria, que en ese momento era casi inexistente. Logré dejarle un cuento breve. Él lo leería y, en caso de que le pareciera que tenía potencial, quizá un posible desarrollo en la escritura, entonces me haría un llamado por teléfono; en caso contrario, simplemente no se comunicaría. A los pocos días se contactó conmigo, el material le había parecido interesante y me propuso que me incorporara al taller de narrativa. Lejos estábamos todavía del e-mail o de cualquier tipo de redes sociales.
Los encuentros tenían lugar en el living de su departamento, nos repartíamos entre un sofá de tres cuerpos y algunas sillas de madera color caoba con respaldos prolijamente tallados por ebanistas. Cada uno de nosotros se había ido forjando su lugar y lo repetía clase tras clase como si alguien se lo hubiera asignado.
Unos meses más tarde, en uno de los encuentros, de pronto, ves que Juan José se va del living donde están reunidos. Vuelve sonriente, fumando un cigarrillo con su boquilla negra. Hace un gesto para correrse el pelo lacio castaño claro que le tapó los ojos. Orgulloso, les muestra una foto en blanco y negro, ampliada al tamaño de un gran portarretratos. Lo ves a él vestido de blanco, a su lado se encuentra una chica vestida de negro, ambos se asoman a un balcón. Pareciera que mantienen una conversación animada. “Alejandra y yo” les dice, ya serio. Toma un libro de la biblioteca, se los muestra, el título es Los trabajos y las noches (Editorial Sudamericana), la autora es Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 1936 – Buenos Aires, 1972). Vos nunca la habías oído nombrar, desde ya que no la habías leído. Todos los demás saben quién es. Hacen comentarios, compiten para ver quién es más ingenioso. Te avergonzás, ni siquiera sabés que fue una escritora. Juan José les lee en voz alta la poesía que le da el título al libro:
para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente.
(Pizarnik, Alejandra; Los trabajos y las noches, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1965, primera edición).
En Los trabajos y las noches, poema de ocho versos, los tres primeros y el último comienzan con la palabra para. Referida al trabajo, a lo que se hace con un propósito claro y sustento de por medio. La repetición con su sonoridad contundente sirve para enfatizar la idea de rutina obligada. Por otro lado, la palabra “emblema” unida a “sed” —la sed es tanto más poderosa que el hambre, saciarla es una necesidad perentoria— da cuenta de una sensación opuesta a la de la rutina. Los verbos en infinitivo se unen al significado de esa sed y a Alejandra que se ofrenda.
Escuchar a Juan José Hernández leer en voz alta fue uno de los privilegios que tuve cuando decidí dedicarme a la literatura. Quizá la impronta que me dejó el hecho de oírla y conocerla a través de él, determinó de una vez y para siempre que mis futuras lecturas de la obra de Alejandra Pizarnik estuvieran atravesadas por su bella tonada tucumana y su inigualable expresividad en la oralidad. Juan José quedó enlazado entre nosotras. Así es que al leerla no puedo dejar de recordarlo.
Meses antes de esa tarde en que nos introdujo a Pizarnik había muerto José “Pepe” Bianco, compañero de Juan José durante treinta años y una de las amistades que había compartido con Alejandra junto con Silvina Ocampo, Enrique Pezzoni y Edgardo Cozarinsky, entre otros. Además, todos habían coincidido como colaboradores de la revista Sur. El recuerdo de Alejandra se sumó a sus tristezas y nos habló también de Bianco. Juan José estaba preparando su mudanza al departamento de Pepe que se lo había dejado en herencia.
Luego Hernández nos leyó otro poema de Alejandra:
Infancia
Hora en que la yerba crece
en la memoria del caballo.
El viento pronuncia discursos ingenuos
en honor de las lilas,
y alguien entra en la muerte
con los ojos abiertos
como Alicia en el país de lo ya visto.
(Pizarnik, Alejandra; Los trabajos y las noches, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1965; primera edición)
Aquí aparecen varios de los temas recurrentes de Pizarnik: la infancia, la muerte, los ojos, las flores. En siete versos que conforman dos oraciones se produce el paso de la infancia a la muerte revisitada. Primero nos muestra el crecimiento en la memoria. Luego, mientras el viento lleva de un lado a otro los discursos infantiles, llega la tragedia de la muerte. Quien muere es la infancia, ya no quedan maravillas para descubrir.
De acuerdo a la descripción de Juan José, ella era una persona de una inteligencia sutil, mordaz y no carente de crueldad. Cuidaba cada una de las palabras de sus poesías. Escribía en un pizarrón con tizas de distintos colores. En el ensayo Alejandra en el recuerdo Juan José Hernández escribe lo siguiente:
“Quienes la conocimos sabemos cuánto dramatismo y artificio había en su aspecto aniñado y négligée (falda tableada, suéter tejido y medias zoquetes) que ella se obstinaba en conservar aún después de la muerte súbita de su padre en Miramar. Ese episodio, a mi modo de ver, determinó la entrada forzosa de Alejandra al mundo de los mayores y, al mismo tiempo, a la paulatina transformación de su paraíso infantil, poblado de muñecas, payasos y arcos iris y pájaros de colores en jardines con macizos de lilas florecidas. ‘Jardines del hospicio con estatuas, con flores obscenas’, dirá en uno de sus últimos poemas”.
(Hernández, Juan José, Escritos Irreberentes, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2003, pgs 91-92).
En el vínculo entre ellos no solamente estaba presente la pasión por la escritura, donde ambos ponían un particular énfasis en la tensión lírica y la elaboración del lenguaje, sino que también coincidían en la admiración por ciertos autores franceses tales como Antonin Artaud, Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé y Arthur Rimbaud. Ambos se dedicaron a traducir a poetas franceses al castellano. Pizarnik tradujo a Artaud, Henry Micheaux y Aime Césaire, mientras que Hernández se ocupó de introducir al castellano la obra de Paul Verlaine. Asimismo, admiraban a los pintores Paul Klee y Odilon Redon.
Además, se interesaron mutuamente por la escritura del otro. En 1965, a raíz de que obtuvieron sendos premios literarios municipales, Pizarnik en la categoría poesía por su libro Los trabajos y las noches y Hernández en narrativa por su libro de cuentos El inocente, mantuvieron una conversación. Siendo el primer volumen de narrativa de Juan José, ya llevaba la impronta que distinguiría su prosa donde rescata la tonada tucumana a la vez que huye de todo pintoresquismo.
Quizá unos párrafos del cuento El inocente sirvan como una introducción al diálogo que mantuvieron Pizarnik y Hernández, luego publicado en la revista venezolana dirigida por el poeta Juan Liscano Zona franca (Revista Zona Franca N°40, Caracas, 1966). Fragmento del cuento El inocente (dedicado a José Bianco) (Hernández, Juan José: El inocente, colección de cuentos; Editorial Sudamericana: Buenos Aires, 1965, primera edición):
Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracia para su madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso “Dios nos libre y guarde”, o “Que Dios no me castigue, pero…” y que terminaban con un suspiro de resignación. Cuando hablaba de su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco: —¡Qué habré hecho para merecer esta cruz! —se lamentaba. Mis tías, al oírla, se esforzaban por simular una expresión de tristeza adecuada a las circunstancias: —Una madre es siempre una madre —decían luego, sentenciosamente. Doña Teresa se ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del barrio. Nunca le faltaba trabajo. “Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es un portento. En menos de una hora se despacha un batón de entrecasa”, decían de ella con admiración. Pero había otros motivos por los cuales la madre de Rudecindo era tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al tanto de la intimidad de muchos hogares, y de una manera velada descubría la avaricia, la dejadez o la infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
(Hernández, Juan José: El inocente, colección de cuentos; Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1965; primera edición).
En aquella conversación, Pizarnik se interesó especialmente por el doloroso protagonismo del niño. Ante la pregunta que indaga sobre “los niños transgresores” de su narrativa, Hernández contesta que la transgresión peligrosa y vivificante de los niños es inmolada por la sociedad a favor de un equilibrio familiar y social. “La sociedad — dice Hernández— emplea el miedo y la extorsión como método para hacer ingresar al niño al mundo de los adultos”. (Revista Zona Franca, Caracas, 1965). Así, la transgresión de los niños es sinónimo para el autor de mal metafísico, sabiduría balbuceante, ocio bienhechor, sensualidad solitaria, revólver de juguete; su socialización, su ingreso al mundo adulto, sinónimo de pecado, de crueldad premeditada, de ignorancia palabrera, de esclavitudes económicas, de adulterio, de asesinato y guerra.
Por otro lado, Pizarnik, consultada acerca de cómo definiría la poesía, contesta: “El poema es la expresión abrupta de una realidad fundamental que se genera a través de las posibilidades subyacentes de la expresión verbal y no solo por medio de su capacidad significativa inmediata”. (Revista Zona Franca N°52; Caracas, diciembre,1967).
A principios de la década de los setenta, sin que mediara discusión alguna entre Pizarnik y Hernández, fue forjándose un distanciamiento en la relación. De acuerdo a Juan José, había algo en ella que podía definir como su halo mortífero o como los estados de intensa depresión, que lo hacían olvidarse de las citas que acordaban. Él solía encontrar tarjetitas que ella le dejaba por debajo de la puerta donde le comentaba que quizá se había olvidado de su Alejandra. Quedaba perplejo y sin saber cómo reaccionar.
Es posible que la presencia cada vez más recurrente del tema de la muerte tanto en la cotidianeidad como en la poesía de Pizarnik llevaran a que Hernández intuyera su futuro suicidio y, sin saber cómo ayudarla, se dejara llevar por su actitud adversa a ese tipo de decisión. Asimismo, a Lugones, en el poema que le dedica, le recrimina la forma en que terminó su vida.
Lugones (de Juan José Hernández, Poemanía, Inventario de poesía hispanoamericana publicación virtual N°196, 2009)
Si para usted su cuerpo
era vaina de una espada.
Si como Tirteo, el espartano,
creía en la suprema dignidad
de morir combatiendo por la patria.
Si admiraba el cintarazo viril
de la voz de mando, el olor a caballo,
a sudor y sangre salobre de la guerra.
Si tenía, en fin, la convicción de haber nacido
águila soberana y no doméstica gallina,
convengamos, entonces, que suicidarse
con cianuro en un recreo de El Tigre
fue un acto deslucido, en modo alguno épico,
para su afán de glorias y fastos militares.
Más coherente en nuestros días, Mishima,
decapitado por su amante en un cuartel
luego de abrirse el vientre y ofrecer sus tripas
al milenario Imperio de la Aurora.
En esta poesía la primera estrofa es extensa y la segunda, que es breve, funciona como una lección que el narrador pretende impartirle a Lugones. Autor cuya obra poética Hernández apreciaba, mientras que, al encontrar su personalidad falaz y cobarde, reflexiona sobre esta incoherencia que le resulta imperdonable. Le parece que su suicidio consumado en un recreo de El Tigre —la muerte siempre es reveladora— deja ver a una persona que intentó aparentar lo que no era. Le reprocha que ni siquiera haya llevado a cabo una acción a la altura de la que desplegó el escritor japonés Mishima quien defendió sus ideas políticas (la restauración del régimen imperial en su país) y que se suicida después de haber perdido la batalla, no sin antes dar un discurso público. En cambio, de acuerdo con Hernández, Lugones cometió un acto de la máxima cobardía.
A través de la forma —cuatro oraciones que comienzan con la palabra “Si” en forma de condicional— el autor va dándole dramatismo a la primera estrofa. La primera oración está compuesta por dos versos y la última por seis. Son como pasos que van adquiriendo fortaleza a medida que afirman su hipótesis.
Cuando hacía alrededor de dos años que yo asistía al taller de narrativa, bajo la consigna de que contáramos alguna pequeña anécdota de nuestra infancia, escribí un texto de unas quince páginas donde relaté la muerte de mi padre, que sucedió cuando él tenía cuarenta y nueve años y se encontraba en un avión volando de Nueva York a Buenos Aires. Junté las páginas y las llevé sin darles siquiera una mirada. Lo leí en voz alta y así fue como me enteré del contenido. Los participantes quedaron conmovidos, Juan José me miró fijo mientras asentía con la cabeza. Hizo algunos comentarios estilísticos, pero después volvió a sumirse en el silencio. De pronto se me acercó y me dijo, casi en susurros: “Sabés, Paula, si Alejandra hubiera podido escribir sobre su padre como lo estás haciendo vos, no se hubiera suicidado… Ella tenía algo adentro respecto de su papá que no podía sacarse de encima”. Hizo un gesto con la mano, como si se estuviera revolviendo el corazón. Ese texto se convirtió en el primer capítulo de mi novela Nadie alzaba la voz (Emecé Editores; Buenos Aires 1994).
Años más tarde, en el ensayo homenaje de Juan José Hernández a Alejandra Pizarnik publicado en Escritos irreberentes leí lo siguiente: “Sus últimos poemas, de fuerte contenido autobiográfico, y su correspondencia, testimonian el patético esfuerzo de la poeta por escapar a un destino signado por la locura y el suicidio”. (Hernández, Juan José; Escritos irreverentes; Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2003, pg. 91)
Ahora sabés qué poco importan el recorrido de esa novela, las buenas críticas, los comentarios de los lectores o el hecho de que se haya traducido al inglés por una editorial que la publicó en Estados Unidos. Quizá haya sido una contribución a la narrativa argentina, de hecho, forma parte del programa de la materia Literatura de los Noventa, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. También ha sido estudiada en otras universidades. Pero en realidad Juan José Hernández te dijo lo más relevante: la escritura de esa novela te estaba salvando de un futuro improbable. ¿Habrá tenido razón?

26 de enero de 2021
Oh / Alejandra Pizarnik y Juan José Hernández