Seis días en Estocolmo

Seis días en Estocolmo

Publicado en viceversa-mag.com
Viajé a Suecia invitada por la Embajada Argentina a participar de la Semana Argentina de Cine y Literatura en Estocolmo. Mis compañeros de viaje, los directores de cine Anahí Berneri y Francisco Varone y yo, nos conocimos en una reunión que organizó el Ministerio de Cultura, antes de que partiéramos.
El check-in fue tan rápido que presagió un vuelo impecable de Buenos Aires a Estocolmo. La cantidad de horas que pasaría, entre aviones y aeropuertos, me resultaba difícil de contabilizar. Sin embargo, lo intenté: trece y media de Buenos Aires a Frankfurt, dos o tres de espera allí y una hora y cuarenta y cinco minutos hasta Estocolmo, serían unas dieciocho. Pero no importaba, todo parecía bajo control.
El nombre Anahí Berneri me había sonado conocido, quizá de la época del florecimiento del Nuevo Cine Argentino, a fines de la década de los noventa y principios de los dos mil. Aquel cine que se apartó de la solemnidad, además de mejorar ese inconfundible sonido de calidad lamentable que atentaba contra cualquier buena intención de un guionista al convertir las palabras en desatinados ruidos incomprensibles. Un año sin amor, recordé súbitamente, sin recurrir a Google. Esa película me había gustado, era de Anahí. Camino a La Paz, la película de Francisco Varone, me sonaba pero estaba segura de no haberla visto.
Mientras estaba viendo la última parte de la película El ciudadano ilustre, se interrumpió la proyección con los anuncios de nuestra llegada a Frankfurt. Advertí, ante mi sorpresa, que nunca había visto una película casi entera en un avión. Despeinada, con los anteojos puestos en vez de las lentes de contacto y el cuerpo entumecido, bajé mi equipaje de mano. Las vueltas por distintos recovecos del aeropuerto montados en cintas o caminando al son del aullido de las rueditas de las pequeñas valijas, más un breve viaje en un tren de dos vagones, nos condujeron hasta migraciones.
Lunes al mediodía: el vuelo Frankfurt-Estocolmo repleto, casi no entraba la totalidad de los pasajeros, menos aún nuestros bultos de mano. Cuando llegamos al aeropuerto de Estocolmo, un hombre vestido con traje gris sostenía un cartel que decía: Aire libre, El resto de su vida, Camino a La Paz. A pesar de que uno de esos títulos es el de mi segunda novela, tardé un instante en darme cuenta de que la forma de localizarnos era a través de títulos de nuestras obras.
Los distintos bultos dieron vueltas por la cinta. Mi valija no apareció. La ingrata sorpresa, junto con una profunda indignación por haber caído en la trampa de creer ciegamente en la eficiencia nórdica, me invadió todo el cuerpo. “Traigo mala suerte” dijo el amable funcionario de la Embajada Argentina. “Cada vez que vengo a buscar a alguien al aeropuerto, le pierden el equipaje”, continuó con un tono algo chillón, quizá con cierto goce al sentir que sus poderes anulaban la capacidad germana de trasladar maletas de un avión a otro. Le miré la impecable pelada, supe que estábamos juntos para dilucidar el destino de mi valija.
“Por suerte trajiste el saco abrigado en el bolso de mano”, me dijo Anahí. Salimos de la terminal para dirigirnos al estacionamiento al aire libre, donde la lluvia y la nieve que caían al unísono camuflaban los autos hasta dejarlos irreconocibles. El viento dispersaba a su gusto tanto inmensas gotas de lluvia como pequeños copos de nieve. Al instante, me había puesto todo lo que llevaba en el bolso de mano para mi primer viaje a la primavera sueca: gorro, guantes, bufanda.
“Mejor que no llegó tu valija porque no hubiera entrado en el baúl de la camioneta y eso que vine con el auto más grande porque eran tres…”. Francisco me miró con una sonrisa cómplice. Mientras conversábamos sobre películas de Woody Allen y comentábamos detalles de Match Point o Conocerás al hombre de tus sueños, comenzaron a asomarse tímidamente los edificios de cinco o seis pisos en distintos tonos de ocre con majestuosas mansardas grises o verdes. Un cielo gris tormentoso cubría la deseada Estocolmo. “Hay déficit habitacional, la gente pasa uno o dos años hasta que encuentra un departamento para alquilar, es una ciudad colapsada”, dijo nuestro amable conductor.
Cuando volví al hall de entrada del hotel, estaba un editor esperándome. Iría a mi primera cena en Estocolmo vestida con la misma ropa que llevaba puesta desde que había salido de Buenos Aires, salvo una remera que, apiadada, me prestó Anahí. La ciudad apenas se vislumbraba a través de la lluvia persistente, hacía cero grados. A pesar de la baja temperatura, la luz de primavera que no cejaba hasta cerca de las nueve de la noche, desmentía las posibilidades de que fuera invierno.
Caminamos por un impecable boulevard del elegante barrio céntrico donde estábamos hospedados. “Además de ser editor, trabajo en un restaurante”, me dijo Jakob. El silencio que reinaba en esa parte de la ciudad se convirtió en una grata compañía. Bordeamos un parque mientras la oscuridad cubría el cielo por completo. Luego de dar la vuelta a una esquina, en una pequeña calle llamada Wahrendorffsgatan, Jakob señaló una bella construcción blanca grisácea con motivos orientales que tendría más de dos siglos. “Esta es la sinagoga de nuestra ciudad”.
“Uno de los problemas que tenemos ahora en Suecia son los Neonazis. Suelen venir acá, hacen manifestaciones frente a la sinagoga. Son como los Nazis originarios”. Un relámpago de angustia me recorrió todo el cuerpo. No logré entender las intenciones ni los objetivos de esta gente extemporánea en Suecia en 2017.
Ya sentados en un restaurante, con un menú incomprensible delante de mis ojos, Jakob me ofreció su asesoramiento. Los primeros bocados de aquel pescado típicamente sueco me devolvieron la consciencia, deteriorada por el cansancio del viaje, el cambio de horario y la ausencia de mis objetos preciados. “Desde que tenía diecinueve años, cuando vi la película de Bergman Fanny y Alexander, quise conocer Suecia. Después fui para atrás en su filmografía, vi todo lo que encontré dirigido por él. También leí dos de sus novelas”, comenté. “Ah, aquí la gente no entiende las películas de Bergman, son demasiado difíciles para los suecos” contestó Jakob entre irónico y avergonzado.
A la mañana siguiente, en el momento en que me llamaron para avisarme que había llegado mi equipaje, me sentí otra. Al instante recuperé a aquella que había viajado pero parecía haberse quedado en el aeropuerto de Buenos Aires.
“¿Me pongo un vestido negro o uno rojo ajustado?”, preguntó Anahí. Fuimos a su cuarto y me los mostró. “El rojo ajustado, te queda bárbaro” afirmé. “Tu vestido es realmente lindo”. En la inauguración de la Semana de Cine Argentino en el Swedish Arts Council me enteré, a través del Embajador del Uruguay en Suecia, que la comunidad de uruguayos en ese país es más numerosa que la argentina y que ya había hijos y nietos de aquellos inmigrantes.
La película de apertura del festival fue Camino a La Paz. Las primeras escenas de una pareja joven desavenida a la velocidad del rayo auguraron peleas y algún desenlace dramático entre ellos. Sin embargo, la trama toma otro cause cuando Sebastián un remisero que fuma compulsivamente, encarnado por Rodrigo de la Serna, lleva del hospital a la casa a un hombre mayor recién operado cuyo nombre es Khalil. Terminan viajando juntos a Bolivia por un motivo religioso: el señor mayor, islámico converso tiene que ir hasta allí para encontrarse con su hermano. El largo trayecto en auto une a dos personajes de manera fortuita y ambos aprenden del otro. Quizá Francisco, Anahí y yo también estábamos unidos de manera aleatoria en un viaje inesperado, quizá podíamos aprender los unos de los otros.
Al día siguiente, la Embajadora, su asistente en temas culturales y yo nos dirigimos en el auto oficial a la Universidad de Estocolmo. El sol intentaba asomar. “Es la primera vez que la Embajada Argentina organiza un evento cultural en la universidad. Vivo aquí hace veinticinco años”, dijo la profesora de literatura latinoamericana que nos recibió, en medio de la alternancia entre la lluvia, la nieve y el sol. “Clima muy Estocolmo”, agregó.
Un recorrido por la literatura latinoamericana: del boom a las ficciones del Siglo XIX era el título de la charla que comencé a dar frente a los alumnos de la carrera de español. Mis lecturas de literatura latinoamericana han sido salteadas, sin método ni lógica. Algunas materias que cursé mientras estudiaba Letras en la UBA, libros que llegaron a mis manos mediante hallazgos en librerías o a través de artículos por encargo para distintos medios en los cuales he colaborado. Así fue que armé un corpus que tuvo como punto de partida a Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, luego pasaba a narradores tales como Diamela Eltit, Luisa Valenzuela o Fernando Vallejo. Para terminar con Alejandro Zambra y Patricia Ratto. Traté de explicar lo caprichoso del recorte que fue interesando a ciertos alumnos que luego levantaron la mano para que les volviera a hablar de algún autor específico de los que había mencionado.
Esa misma tarde estaba agendada otra charla que daría, abierta al público en general, en el Instituto Cervantes de Estocolmo. Entre una charla y otra descansé en el angosto cuarto single del hotel. Situada en la planta baja, el primer día en medio de la decepción por la desaparición de mi equipaje, advertí que mi cuarto no tenía armario donde guardar la ropa cuando me llegara. Enojada por ambas carencias, fui a plantear mi problema a la recepción. “En mi cuarto no hay ningún tipo de ropero. ¿Dónde pondré la ropa cuando me llegue?”. Me ofrecieron otro cuarto, igual al anterior, pero con un placard y tres pisos más abajo. Por la ventana apenas divisaba la parte de atrás de algunos edificios que circundaban el Hotel Karlaplan, situado en el barrio con el mismo nombre.
Me cambié de ropa, me solté el pelo y caminé hacia la Embajada Argentina, situada en el ancho boulevard Narvavägen, a pocas cuadras del hotel. Para hacer tiempo entré a una chocolatería, un local impecable con chocolates de diversos colores, tés en envases azules, beige, bordó, verde, amarillo, teteras y cafeteras de bellos diseños. Luego entré a un negocio donde se exhibían floreros o adornos y algunas telas. Me sorprendió el hecho de que esos espaciosos locales de decoración tuvieran tan poca mercadería en venta. Eran realmente exclusivos, minimalistas, quizá situados en las antípodas de aquello que se conoce como la sociedad de consumo.
Sentada en un sofá de la amplia oficina de la Embajadora conversamos sobre las peripecias de ser una escritora en nuestro país. Las paredes impecablemente blancas, los techos altos, las molduras rectas de aquel edificio antiguo de un elegante barrio de Estocolmo, me estimulaban e intimidaban a la vez.
“Allí fue el atentado”, dijo la Embajadora al señalar una esquina céntrica de la ciudad donde cruzaba una calle peatonal. Había construcciones más modernas, quizá de las décadas del sesenta y setenta. De pronto, en medio de una angosta vereda por donde caminaba bastante gente, vi el símbolo del Instituto Cervantes sobre una estrecha puerta de vidrio con bordes de madera.
Mientras daba la charla advertí la dificultad que existe al hablar sobre uno mismo y tratar de ser objetivo a la vez. El tema de ser escritora en la Argentina, pasó de la experiencia personal a las generalizaciones. También se unió la Embajadora, que dio la charla conmigo y contó su propia experiencia como mujer dentro del servicio diplomático. “Yo estoy estudiando la carrera de Escritura creativa en la Universidad Nacional de Artes, ahí se lee a muchas escritoras. ¿Conocés a Gabriela Cabezón Cámara? ¿A quiénes considerás de tu generación?”, preguntó un argentino que se estaba hospedando en el sofá del living de unos amigos suecos en Estocolmo por unos meses, sin saber cuántos. “¡Qué curioso, yo siempre creí que las argentinas eran tanto más desenvueltas que las españolas!”, comentó otra persona del público.
A la mañana siguiente, ya más relajada al haber pasado el día más álgido en cuanto a exposición pública, disfruté minuciosamente del desayuno del hotel. En modalidad self-service, pasé con mi bandeja por la nutrida sección de panes, corté una rebanada de pan de centeno recién hecho, lo inserté en la tostadora. Seguí hacia los quesos, fiambres y dulces. Me serví arenques, dulce de color bordó oscuro, queso ahumado. Vi los panqueques pero pasé de largo. Dejé lo que ya tenía en una mesa, fui a buscar un saquito de té, puse la taza en el cubículo, apreté el botón Hot Water.. Volví a buscar yogur natural con muesli.
El viernes tenía la última reunión, era el Swedish Arts Council con la directora de la sección literatura. La Embajadora y yo fuimos al mismo edificio donde se había proyectado la película de apertura del Festival de Cine Argentino tres días antes. Sin embargo parecía haber pasado tanto más tiempo.
Al volver de esta reunión, el chofer indio de la Embajada Argentina, nos llevó a Anahí, Francisco y yo a Artipelag, un museo de arte moderno situado a cuarenta minutos de Estocolmo en medio de un bosque frente a un lago.“At at what time do we have to go back?”, le pregunté antes de bajar del auto. “Don´t know”, contestó con los ojos negros mirándome fijo. En esa estadía con los minutos contados, la respuesta resultó un alivio.
La construcción moderna, de líneas rectas, de un minimalismo cercano a la invisibilidad, se entremezclaba con los árboles sin molestarlos y dejaba ver el agua a través de sus ventanales. Había dos exposiciones, una del italiano Giorgio Morandi (1890-1964) conocido por sus naturalezas muertas de las que no pudieron menos que encantarme su humildad, su trazo, quizá su melancolía y otra de Edmund de Waal. Este último inglés, nacido el año en que murió Morandi, vaya saber si este dato contribuyó a la decisión de juntarlos en ese espacio. El sitio que compartían era inmenso, las paredes blancas apenas se veían interrumpidas por ventanas ubicadas en lugares estratégicos que generaban recortes inusualmente bellos de la naturaleza, ya impecable de por sí.
Nos desplazamos de una sala a otra, casi nos deslizábamos por los pisos de madera clara, de vez en cuando aparecían unas escaleras con pasamanos de madera redondeada a los que Anahí les tomaba fotos para que el arquitecto que le estaba refaccionando su futura casa supiera de primera mano cómo se trabaja en la cuna del diseño e hiciera lo posible por imitarlo.
Siendo el último día completo que nos quedaba en Estocolmo, quise aprovechar para visitar el Museo Vasa, que alberga un buque de guerra vikingo reconstruido que se hundió en el Siglo XVII, precursor del Titanic, aunque menos lujoso. El museo se encontraba en un parque donde también estaba el Nordiska Museet, ambos rodeados de un impecable césped que no dejaba de contar con un toque de sobriedad y de cerezos en flor.
Luego de caminar unas cuadras para el lado equivocado y de volver sobre nuestros pasos, Anahí y yo logramos encontrar la estación de subte Karlaplan y nos dirigimos hacia el Centro Cultural. Esa tarde se daba allí la película Aire libre dirigida por Anahí, donde al finalizar la proyección le harían preguntas. Llegamos a una de las tantas zonas de la ciudad que no había visitado. Klarabiografen era el nombre de la sala de cine de arte, situada en el centro cultural Kulturhusset Stadsteatern. Quizá por lo perdidas que estábamos, logramos pronunciar esos nombres para que nos dieran indicaciones para llegar. El sitio ostentaba alguna semejanza con el Pompidou de París, incluso por estar rodeado de un ambiente humano más heterogéneo, algo de suciedad, negocios de baratijas u objetos robados y pequeños rincones donde realizar cambio de divisas entre otras transacciones.
Vi la película empezada, sentada en el piso y con el saco puesto. El frío seguía siendo el mismo que el primer día, pero la lluvia parecía haberse tomado un descanso. Un matrimonio desavenido protagonizado por Celeste Cid y Leonardo Sbaraglia con un pequeño hijo insoportable, conformaron un trío irresistible para la numerosa audiencia. El hecho de que cada uno de los miembros de esta pareja, que no logra terminar de separarse, vuelva momentáneamente a vivir con sus padres resultó un dato de realismo mágico para los espectadores residentes en el norte de Europa.
Terminamos comiendo hummus con huevo duro, aceite de oliva y salsa picante en un pequeño restó turco donde tuvieron la amabilidad de darnos algo de comer, a pesar de que llegáramos a las nueve de la noche cuando la cocina ya había cerrado. Volví al hotel un poco frustrada por no tener la energía para seguir de un hacia una sucesión de bares, como hacían mis compañeros de viaje. Mientras iba de un poblado subte a otro, sentí algo del pulso de la noche de Estocolmo.
A la mañana siguiente Francisco, Anahí y yo salimos del hotel con nuestras valijas con rueditas. El ruido ensordecedor nos dificultaba la conversación. Guiados por la amable encargada de cultura de la Embajada Argentina, llegamos en subte hasta las afueras de la ciudad. Allí nos esperaba el chofer para llevarnos hasta la residencia de la Embajadora al brunch de despedida.
El paseo por uno de los suburbios más elegantes de Estocolmo se me hizo breve. Las inmensas casas se abstenían del lujo o la ostentación. De pronto llegamos a la residencia de la Embajadora, situada exactamente al lado de la del Vaticano, ambas con vista mar que se asomaba entre los árboles.
“Me dijeron que los suecos son inversionistas. En cuanto ven una oportunidad apuestan”, comenté, mientras comíamos exquisitos panes, salmón ahumado, croissants, yogur, té, jugo de naranja, diversas mermeladas, quesos y jamón crudo. “Es cierto, una amiga que me hice aquí, que nunca había visto una argentina, ganó mucho dinero, también me comentó que perdió grandes cantidades en emprendimientos que no funcionaron”, dijo la Embajadora. “A nosotros nos pareció que los suecos son ingenuos”, afirmó Anahí. “Parecen buena gente, yo volvería”, dijo Francisco. “En la Argentina es muy difícil invertir, los empresarios tienen otra mentalidad”, dijo el marido de la Embajadora.
Después de que nos tomaran algunas fotos, nos despedimos, agradecidos por la invitación. Volver a casa iba a ser fácil, ya nos conocíamos, ya sabíamos el camino, los tres recorreríamos los mismos aeropuertos que a la ida, en sentido inverso. Ya no me importaba si la valija llegaba el mismo día que yo a Buenos Aires o al siguiente. De todas formas, por las dudas, ubiqué los regalos que llevaba a casa en el bolso de mano.