Después de Borges: apuntes sobre la nueva narrativa argentina

Después de Borges: apuntes sobre la nueva narrativa argentina

Publicado en paginadigital.com.ar, por Sylvia SAÍTTA
La narrativa argentina actual es tan sugerente y experimental como la de otros períodos. Sin embargo, se ha vuelto más difícil identificar grupos de pertenencia y líneas poéticas hegemónicas. Tal vez sea ése, justamente, el diagnóstico crítico más preciso de la literatura argentina de los últimos años.
¿Qué se entiende hoy por nueva narrativa argentina? Comenzar a responder este interrogante implica, en realidad, responder también otras preguntas: ¿cuáles son los rasgos que caracterizan esa narrativa? ¿Qué estilos, qué tonos, qué poéticas la representan? ¿Cuáles son, asimismo, las instancias de legitimación de la literatura argentina de hoy? Se podría pensar que la impronta de Jorge Luis Borges continúa organizando el sistema literario argentino y que sólo es posible escribir desde Borges o contra él, en propuestas narrativas que continúan padeciendo, cómodamente o con cierto malestar, de la "angustia de las influencias" que produce su obra. Sin embargo, en los últimos diez años han aparecido nuevas voces que, apropiándose de la tradición borgeana en algunos casos, o renegando de ese legado en otros, proponen una literatura diferente. El corte ya no pasaría entonces por una posición determinada respecto de la obra de Borges, sino por los vínculos que esos textos entablan -o buscan entablar- con el mercado o en contra de él. Habría así dos grandes zonas dentro de la literatura argentina de hoy: una que se ubica a sí misma en estrecha -y en algunos casos única- vinculación con el mercado y los medios masivos, por un lado; otra que se piensa, en cambio, de espaldas a los criterios de legitimación de la industria cultural o el bestsellerismo y circula por carriles casi secretos.
Escribir para el mercado: ésta parecería ser la consigna de una franja importante de la narrativa argentina actual. Esto es, escribir de acuerdo con los gustos y con las preferencias de los lectores, promoviendo una literatura que no cuestiona ni altera presupuestos estéticos ya probados, que busca el impacto y la venta masiva a través de temas escandalosos y que parece poco preocupada por los riesgos de la experimentación formal que implica (que debería implicar) la literatura. Éste es el caso de El anatomista (1997) de Federico Andahazi, cuyo tema produjo, a su vez, el escándalo que desataron las declaraciones de Amalia Lacroze de Fortabat (reproducidas en la faja que cruzaba la tapa del libro) y su negativa a hacer la fiesta de entrega del premio. Pero también es el caso de los relatos de Historias de hombres casados (1999) de Marcelo Birmajer, o de las novelas de Rodrigo Fresán, textos literarios cuya prosa bordea peligrosamente los límites del discurso llano e informativo de cierto periodismo cultura. Asimismo, la literatura concebida en función del mercado está a la moda, es decir, demasiado atenta a los vaivenes, siempre cambiantes, de los géneros literarios que captan el interés de un mayor número de lectores, como lo es la -así llamada- novela histórica, que si presenta como protagonista a un personaje femenino medio olvidado y está escrita por mujeres -quienes, en muchos casos, nunca antes habían escrito textos de ficción-, tiene la venta y el éxito de público asegurados. Finalmente, esta literatura se deja seducir por los efectos fáciles, por el entretenimiento banal, por la suma de sucesos que sostienen, a veces, tramas intrascendentes como lo hace, por nombrar sólo una, Una noche con Sabrina Love de Pedro Mairal (Premio Clarín de Novela en 1998).
Pero hay otra literatura. Una literatura que circula de un modo casi secreto y cuyos libros son poco reseñados en los diarios de circulación masiva o se publican en pequeñas editoriales alternativas. Sería difícil -y tal vez forzado- encontrar en esos libros rasgos comunes ya que, en estos momentos, el campo literario argentino carece de instituciones, escuelas o grupos que organicen de alguna manera la producción narrativa, y tampoco hay apuestas literarias comunes, experimentaciones formales programáticas o un "nosotros" que aglutine a un sector de los jóvenes escritores en oposición a un "otros" del cual distinguirse. Sin embargo, y pese a las diferencias, esta otra literatura comparte la preocupación por el lenguaje, la desconfianza ante las diversas modalidades de la representación realista y la prevención ante las reglas del mercado. Se trata, en algunos casos, de textos que reflexionan críticamente sobre la propia escritura, como Atlántida (2001) de Juan José Becerra, donde se cruza una trama sentimental mínima y distante con una prosa impecable salpicada de palabras provenientes de diversos registros orales. En otros casos, de una narrativa que postula el extrañamiento como el mejor modo de percibir la realidad, como El amparo (1994) y Gineceo (2001) de Gustavo Ferreyra, en las cuales la especulación obsesiva de los personajes se suma a la percepción paranoica, levemente deformada, de una realidad siempre amenazante, cuyo mecanismo se desconoce.
Algunas novelas de los últimos años cuestionan la plenitud de los géneros literarios para socavar sus convenciones más firmes -el género policial en Ropa de fuego (2001) de Marcos Herrera, el relato de aventuras en La temporada (1999) de Esteban López Brusa-, o postulan una lengua abstracta, alejada de todo rasgo de pintoresquismo localista, una lengua neutra de traducción, como Tres (1998) de Aníbal Jarkowski o Inglaterra (1999) de Leopoldo Brizuela. En otros relatos, se retoman personajes, cuestiones, problemáticas de la historia nacional para narrar otras versiones de la historia oficial -Sarmiento en Montevideo (1997) de Federico Jeanmaire, Echeverría en Los cautivos (2000) de Martín Kohan-. En este sentido, la narración de la última dictadura militar ocupa un lugar preponderante. Mientras Las Islas (1998) de Carlos Gamerro muestra, con el ritmo alucinado de un thriller, que la guerra de Malvinas no ha terminado pues diez años más tarde continúa imperando un orden sostenido por la conspiración y el terror, Nadie alzaba la voz (1994) de Paula Varsavsky narra la dictadura desde el punto de vista de una adolescente de clase alta, perspectiva que le permite postular de qué manera para un grupo social privilegiado ese período negro no implicó ni orden ni progreso, sino descontrol, desorden y autoridades cuestionadas.
Por último, la narrativa del nuevo milenio recupera zonas de la tradición literaria donde Borges está ausente. La asesina de Lady Di (2001) de Alejandro López, por ejemplo, se instala cómodamente en la tradición abierta por Manuel Puig al constituirse en el cruce, el préstamo y el diálogo con discursos y materiales narrativos provenientes de los medios masivos, de la cultura popular y de algunos estereotipos del mundo femenino. Por su parte, La laguna (2001) de Sergio Delgado propone una escritura donde resuenan tanto la cadencia narrativa de la literatura de Juan José Saer como el sistema descriptivo de los poemas de Juan L. Ortiz.
Sin dudas, éste no es un listado exhaustivo, pero es en esta constelación de títulos, problemas, cuestiones donde está el futuro de la literatura argentina. Porque dialoga con lo mejor de la tradición literaria nacional para reescribirla desde otro lugar de enunciación. Porque diseña un mapa literario más libre de las imposiciones del mercado y de las lógicas de los medios masivos de comunicación. Porque plantea preguntas cuyas respuestas todavía no han sido representadas.